lunes, 20 de octubre de 2025

Algunas notas para ver One Battle After Another de P. T. Anderson

Cuando escuché que Paul Thomas Anderson iba a hacer otra película basada en un libro de Thomas Pynchon, me entusiasmé. Ya Inherent Vice, la película anterior, adaptaba una novela que no había leído, pero todo había funcionado perfecto: el clima pynchoniano estaba ahí, con sus pasillos liminares y puertas-trampa, con sus nombres perfectos y desopilantes, con sus acciones siempre-un-poquito-fuera-de-tiempo. No decepcionó. Anderson puede no tomar del novelista la trama, la época o los hechos exactos, en verdad no lo sé, pero sí se apropia de algo esencial: el funcionamiento mecánico de su mundo. 

Por eso cuando aparecieron distintos textos acerca de la película, como el de Tamara Tenembaum o el de Antonio Gómez, me pareció que estaban queriendo interrogarla de una forma que no encajaba. Como si la dupla Anderson-Pynchon estuviera planteando en la obra una serie de problemas claros, y la interpretación quisiera leer otros, o en otros términos. Para ponerlo de la forma más sencilla posible: Tenembaum se pregunta si, al confundirse la propia generación de Anderson con la de los revolucionarios de los ‘60 (que aparecen en la novela original), el director quiere reivindicar a su propia generación. La pregunta general del texto es: “¿Anderson se está auto-reivindicando o haciendo un mea culpa?”. En un sentido similar, Gómez termina sopesando qué ve Anderson con mejores ojos, si la violencia vistosa (revolucionarios yanquis del comienzo) o el trabajo de base real (la red de ayuda a migrantes que encabeza el personaje de Benicio del Toro). 

En ambas formas de interrogar a la película hay un impulso moral: encontrar el posicionamiento, la tesis de la obra como un enunciado unívoco y contundente. ¿Quién es el bueno? ¿Qué es mejor? ¿Es de boludo pensar en la violencia política hoy? ¿Cómo se es revolucionario? Todo parece tener algunas categorías previas –digamos, las de las discusiones públicas sobre la realidad– sobre las que la obra tendría que obligadamente pronunciarse. Esta idea de que una película, por el momento en que sale o por los temas que toca tiene que cumplir la función de intervenir, es decir, proponernos ideas concretas y aclararnos un poco de qué va el mundo en que vivimos con las categorías de ese mismo mundo. Las similitudes de los hechos de la trama con las noticias actuales, evidentemente fortalecen esa expectativa. 

Esto ya pasó con películas anteriores que se volvieron un fenómeno de la crítica. Por ejemplo con la última de Wenders, Perfect Days, se abrió el debate: ¿hay que volver al casette para disfrutar de las pequeñas cosas? ¿Escuchar a Lou Reed es de viejo boludo? ¿Qué tan digna puede ser la vida de alguien que limpia baños públicos?, etcétera. Estos temas pueden ser interesantísimos, pero no siempre le sacan todo el jugo a una obra. En todo caso, si hasta ahí es adonde llega la conversación que suscita, por ahí no sea tan buena o no esté destinada a la crítica (sería de esas películas más para decir “qué linda, cómo me gustan los baños públicos japoneses y las copas de los árboles”. No está mal tampoco). La cuestión es que el mundo que Pynchon pergeñó y sofisticó durante décadas nos da lugar a otra cosa. 

Ambos textos, el de Gómez y el de Tenembaum, señalan un hecho: Anderson retrata revolucionarios nacidos en los ‘80, cosa que no existe. Justamente, esa es la primera generación que abandonó masivamente el proyecto revolucionario y la violencia política como recurso. Tenembaum dice, “no tuvieron huevos”, cosa que sí tuvieron las mujeres y disidencias que reclamaron por sus derechos como minorías identitarias. El traslado generacional es leído como confusión, o peor, falseamiento. Algo así como "peinarse para la foto" (que ya sacaron) al retratar a la propia generación (nacida en los ‘80) como portadora de los méritos de la anterior. Esto que podría ser una curiosa decisión, algo así como un falseamiento sugerente, es un movimiento que para lo pynchonesco es completamente usual: enrarecer la historia, crear una agrupación que no existe pero podría haberlo hecho, un principio activo que no dirija todo el curso de la realidad sino que meta la pata en el momento justo y trastoque todo. 

Así como en El arcoiris de gravedad están los Schwarzkommando, un grupo de africanos que quieren infiltrarse en el Estado alemán durante la segunda guerra mundial, acá puede haber un grupo de convencidos que quieren liberar migrantes prisioneros a los tiros. Y una comunidad de supremacistas blancos que veneran la Navidad. Y bandas de rock que cantan los acontecimientos de la última media hora, o un pulpo entrenado para performar el secuestro de una damisela. 

El mundo de Pynchon no tiene juicios morales sobre la perversión ni sobre ningún estado de lo que hoy constantemente nombramos como “salud mental”. Si enfocamos la situación de la película, no hay ridiculización ni condena sobre ninguno de los personajes. Obviamente, uno se ríe de Sean Penn haciendo de facho. Obviamente, es moralmente peor un supremacista blanco que un defensor de los derechos de los inmigrantes. Pero esas posiciones son sentido común, son agenda de los diarios, no es lo que tiene Pynchon para decir que lo vuelve interesante. 

El ejercicio pynchon-andersoniano consiste en enchufar la realidad a 220: pongamos en el mundo un grupo armado a copar un campamento de prisioneros migrantes; pongamos a un grupo de supremacistas blancos; pongamos a una pareja a pelearse al interior del primer grupo, y al que dirige el centro de detención fronterizo a calentarse con la mujer de dicha pareja; que tengan una hija; que la mujer-líder traicione; etcétera. La explotación de los eventos divergentes de una realidad hiperconectada, pero no mediada por las redes sociales (el tema ni siquiera aparece más que para generar un paso en falso en la trama) genera un plano en que los poderes existen, pero todos intervienen más o menos de igual manera en los hechos.

Se suele hablar de paranoia siempre que se menciona a Pynchon. Como un crítico dijo acertadamente, hay una diferencia crucial entre lo que él hace en su ficción y la paranoia como patología: el paranoico cree que hay un sistema total que conspira contra él; en Pynchon, no hay sistema total. Hay una estructura tan sólida como porosa que funciona por inercia, y un mundo de actores que existen de forma residual, pero intervienen con potencias equivalentes. El grupo guerrillero no es sustancialmente más débil que los supremacistas o los milicos. Los skaters se la juegan a la policía. Unos pibes de secundaria se la bancan siendo interrogados por un milico de inteligencia. Es un mundo sin red de contención en el que cualquier paso en falso desestructura los hechos, y en el ámbito de la narración empuja hacia adelante la trama.

One Battle After Another no me parece buena porque nos diga nada nuevo sobre Trump, o sobre el partido demócrata, o sobre montoneros, o sobre las identity politics, o sobre Milei, o sobre la “salud mental” o sobre nada de lo que nos pasa. Tampoco me parece que sea muy valiosa la ficción que te habla directamente y con la que podés identificarte y extraerle una enseñanza. One Battle After Another es una buena película distinta a todas las que vi en el último tiempo porque expone el mundo de una forma nueva, porque no repite las categorías gastadas con que se discute todos los días, porque nos muestra una vez más que la realidad no está cerrada a nuestra chata imaginación. 





martes, 23 de septiembre de 2025

Proyectos

 Continuamente estoy pensando qué quiero hacer, más o menos cómo voy a hacerlo, y rápido resuelvo avanzar. El otro día me junté con un amigo con el que siempre queremos organizar algún proyecto y nunca se alinean los planetas. Se ve que las ganas están, porque nos seguimos juntando a presentar ideas, discutir, compartir definiciones del presente, etc. Caricaturizadas, las posiciones que no se encuentran son que él planifica eternamente y yo comienzo proyectos sin considerar el horizonte de futuro. 

La conversación es más compleja, pero no es el punto relevante de esta entrada. Más vale es un ejemplo de cuánto me copa esto de "hacer", y qué difícil es llevarlo a cabo sostenidamente. Difícil porque 1) es amplio por un lado, pero por el otro 2) a veces faltan estímulos. 

1) La amplitud es bastante obvia: "hacer" para mí puede significar cualquier proyecto relacionado con la producción artística o intelectual, sea escribir poemas o ensayos o hacer una revista, newsletter, editorial, etcétera. Esas son para mí las dos dimensiones del hacer en su versión simple, y cada una tiene sus características particulares. Comparten que ambas toman mi tiempo y mi atención. 

2) Faltan estímulos en el siguiente sentido: por ahí hacés un newsletter y no lo lee nadie. O nadie te responde o a nadie le sirve. Lo mismo aplica a cualquiera de los otros soportes. O que no guste o que no pueda sostenerse. En este momento de mi vida (y espero que dure hasta morirme) desenganché la idea de "hacer" de la expectativa de ganar plata. Un ejemplo son los libros de nuestra editorial, que son baratos porque alcanzan sencillamente para cubrir futuras ediciones. Nunca pedí dinero por el newsletter ni lo haría: más allá de que me parece un horror mendigar, no me parece que se tengan que cobrar los servicios creados en internet con cero costo. Habrá gente que lo haga profesionalmente y lo haga bien, pero no me interesa ser el caso. 

Toda esta introducción es para dar una explicación, aunque sea escueta, del presente de este blog: es un espacio hospitalario con el hacer. Acá puedo subir un poema, una traducción, o lo que sea que estoy escribiendo en un momento sin ningún problema. Puedo hacer pruebas sin planificar. Puedo escribir seguido o no tanto, pero ahora mi idea es hacerlo más. 

Un ejemplo son las crónicas que había pensado y originalmente iban a salir en Revista Soja. La primera, Mi último bar, de hecho salió ahí. Después se hizo obvio que mi voluntad de publicar semanalmente no se adecuaba a los tiempos de la revista, así que la segunda sobre la violencia y la tercera sobre mi papá salieron directamente acá. Seguramente así siga sucediendo con las próximas. La idea de las crónicas es ejercitar cierta escritura rápida dedicada a mi experiencia en la ciudad como treintañero sociable.

Por otro lado me reencontré con ese textito que se llama Interior c/chica, que era originalmente un largo poema sobre un encuentro amoroso --como la mayoría-- poco tradicional. Por recomendación de un poeta-amigo lo volví a escribir en prosa, porque el estilo era muy delirante y obsesivo y no se entendía una mierda. En prosa tampoco se entiende mucho quizás, pero es más fluido y se forman esos lingotes que me gustan. Mi idea es ir revisándolos y subiéndolos de uno, serán unos veinticinco. 

Todo este largo rodeo para contar que vuelvo un poco al blog, a probar cosas y a compartir en tiempo real lo que se me escapa de las publicaciones más ordenadas y colectivas. 

¡Ah! Hablando de eso: ordenada y colectivamente va a salir un artículo largo sobre poetas actuales en la revista amiga Los años 20, en su segundo número. Por eso también no escribí crítica de poesía por bastante tiempo. Me tomó su tiempo y concentración, pero me ayudó mucho a ordenar un pensamiento sobre lo que me interesa de varios textos que fueron saliendo en estos últimos años, y sus relaciones con generaciones anteriores. Con ese artículo ya terminado, quizás haya espacio ahora para volver a sacar reseñas en el HP como hacía el año pasado. 

Eso, nos leemos espíritus. 

lunes, 22 de septiembre de 2025

Oído

 Nunca entendí si mi viejo tiene un oído privilegiado o simplemente habla con seguridad. Lo segundo pasa sin dudas, y muchas veces afirma con un grado de certeza enervante: hay alguien enfermo y te dice “se va a curar, no pasa nada”, como si lo hubiese visto escrito en algún lado. Tampoco se lo puede contradecir mucho, porque se trata de una expresión de deseo sincera y en principio no daña a nadie. Además, en muchas ocasiones explica cuestiones técnicas complejas con lo que después demuestra ser máxima precisión. Punto a su favor. Otras, algunas menos, con el mismo grado de seguridad te manda fruta. La típica: “sí, yo cerré con llave”, mientras uno mira de frente la puerta de calle abierta. Punto en contra.

Por eso es que nunca entendí si cuando habla de música y describe cambios de tonalidad o intervalos dentro de una melodía o un acorde, está hablando en serio o dice lo que se le ocurre. Oído tiene, y durante su juventud escuchó música obsesivamente, ¿pero realmente escucha esa novena? De mínima, confía en su intuición más que nadie que yo conozca. Eso está bien, creo yo, porque es un tipo que se formó en una familia laburante, bruta, de tanos inmigrantes. No tuvo una educación culta más que la que recibió de sus amigos, la militancia trotskista, algunas parejas y su propia intuición. Este último elemento es clave, porque a uno le pueden mostrar muchas cosas pero puede no tener la sensibilidad para valorarlas. Intuición y valor están esencialmente unidos: la capacidad de distinguir lo interesante de lo no interesante es una de las facultades más importantes en la vida. Y esa distinción, en última instancia, no puede ser más que una aproximación estética, propia de la sensibilidad. 

Por caso: mi viejo nunca leyó poesía, estoy casi seguro, más que Miguel Hernández. Yo, aunque leo, escribo y hago crítica de poesía, nunca agarré un libro suyo. Ya me imagino que no me va a gustar, y eso que no tengo un solo dato; tengo el prejuicio de que me voy a encontrar un poeta popular y un poco berreta de la onda de Benedetti. Tampoco él habla con mucho entusiasmo de Hernández, y por algo no siguió leyendo poesía en su vida. Pero una vez hablábamos de Spinetta, no sé si no escuchábamos un disco en el auto, y explicó por qué lo respetaba como letrista: “ya se ven los tigres en la lluvia. Qué imagen, ¿no? Ese animal tan poderoso, desamparado”. Eso me flasheó, no solo por la emoción con que él hablaba, sino porque me parecía una apreciación acertada, propia, sin teoría. Nadie le había dicho que eso estaba bien; sólo a él le había llegado el disco y escuchándolo se había quedado con eso. El tema de Spinetta tiene varios versos con aspiración poética, varios intentos, pero ese es sin dudas el mejor. Incluso la canción, dejándolo para el final y un poco colgado, parece avalar esto: un logro de la intuición. 

Cuando yo era adolescente fui, como todos, un poco rebelde. Nada fuera de los parámetros aceptables de una familia de clase media, padres profesionales, medicina prepaga. Hacía algún que otro desastre light en el colegio, o los fines de semana, y mi vieja se arrancaba los pelos. Mi viejo nunca se quejó mucho, más bien ejecutaba: este fin de semana no salís, te quedaste sin computadora, etc. Excepto una vez que se desesperó: “Juan, hace mucho que no te veo agarrar un libro”. Lo dijo como si significara “te estás volviendo tonto”. La apreciación no era muy correcta, porque yo leía y mucho. Creo que nunca leí tanta literatura como en esa época, en la que siempre andaba con una novela encima y quería incorporar toda la literatura argentina contemporánea de un saque; como si una vez que lo lograra, pudiera formar parte de ella. Leía sin entender, escribía copiando, no perdía un segundo en otras tareas. Pero lo hacía fuera de casa, y para mi viejo que me veía poco, y no conocía lo que leía, pensaba que me estaba achatando. Yo creo que lo vivió como un golpe, porque él había hecho un esfuerzo grande por alejarse de la brutalidad, que en última instancia era la marca de su familia. Y finalmente lo que descubrió en la lectura, en los discos, en algunos cuadros, fue su definición de humanidad.  

Hace un par de semanas fuimos a ver a Gismonti al teatro Coliseo. Algo de eso me emociona: siempre me pasa en ese tipo de conciertos, y tiene más que ver con el público que con la música misma. Siento una especie de comunidad, algo así como una clase media culta porteña que existe y que se congrega espontáneamente en esos espacios. Capaz son cada vez menos, pero de repente existen y esa congregación se da: me pasó con Cabrera y Fattoruso, con películas de Llinás o de Nanni Moretti, lugares así. Mi viejo era uno más entre todos esos viejos que iban a escuchar al héroe de la juventud. Después salimos y fuimos al Palacio de la pizza, donde me confesó que no le había gustado mucho, al menos la primera parte.

        La crítica se reducía básicamente a: hacia el final mejoró, pero durante casi todo el recital no fue Gismonti, no fue el verdadero. Yo, que casi no conocía y fui invitado por él, acepté. Después de que nos despedimos le escribí para pedirle que me pasara discos, temas, del verdadero Gismonti como él lo entendía. No me respondió por un par de días, hasta que finalmente me dijo “no puedo. Para mí es demasiado importante. Traté de armar una playlist pero no puedo mandártela así nomás, juntémonos y te cuento”. Vino a casa y nos sentamos adelante de los parlantes con un mate. No voy a contar mucho, porque ver a un padre emocionado es infrecuente y poco comunicable. Pero sí voy a decir que siendo un poco más chico que yo grabó un casette con la canción Palhaso en continuado. 60 minutos de la misma canción repetida, y sólo escuchó eso durante dos años. Obviamente, escuchaba también la música incidental de una fiesta, o una radio prendida; pero cuando él se ponía a escuchar música se sentaba una vez más a escuchar Palhaso. Y yo entiendo que para alguien que lleva una música tan adentro suyo, es casi imposible que una versión esté a la altura.

miércoles, 17 de septiembre de 2025

Nanni Moretti es familia (1)

Últimamente, si miro una película es de Nanni Moretti. Puede ser también algo de Lucía Seles, pero en general, y más durante las últimas semanas, prefiero a Nanni. Puedo llegar a decir, exagerando un poco pero no tanto, que no me gusta el cine; sólo Moretti. Esto es un intento de entender qué lo hace tan distinto.

    En primer lugar hay algo del orden de la emoción: lloro mirando películas de Nanni como no lo hago con casi ninguna otra. Se me puede escapar, alguna vez sucedió, con una escena de golpe bajo hollywoodense, pero la diferencia esencial es que en esos casos, después me siento estafado. Las películas comerciales parecen forzar una situación dramática acentuando todos los elementos que a unx lo puedan emocionar; Nanni, por el contrario, llega a a eso con cierta naturalidad, inclusive en momentos inesperados. Lo que genera emoción en sus películas está, al menos para mí, atado a cierto aire de honestidad. Por ejemplo, en  Il sol dell'avvenire el personaje que interpreta Moretti se está divorciando. Lo abandona la mujer que lo acompañó toda la vida, y que también fue la productora de todas sus películas. Él parece ser un déspota insoportable, interrumpiendo el trabajo de ella con otro director en pleno rodaje y frenando todo con sus caprichos. Pero en el medio de esa debacle se suben al auto, ponen un temazo de Aretha Franklin con los Blues Brothers y bailan en sus butacas. Si no me acuerdo mal, concluyen ir a tomar un helado.    

    La escena es simple, casi tonta, pero tiene algo perfecto que consiste en no maquillar nada, aun cuando usa recursos formales que evidencian el artificio (la escena en que Moretti frena todo el set del joven director con el que trabaja su esposa para explicarle que no puede exponer una violencia tan plana, tan bruta, es exagerada hasta el absurdo). Las situaciones que genera Moretti tienen tantas capas, tantos pliegues y complejidades como la vida misma de alguien que está dispuesto a vivirla con intensidad: es cierto que él es un déspota, que ella vivió haciéndole de soporte, que es difícil separarse con la vida en común encima, que la hija ya no los necesita, que el mundo que ella encuentra por fuera es tan vergonzante como novedoso, que él es tierno y divertido al mismo tiempo que pesado, etcétera. Nada de eso parece estar simplificado con fines narrativos, o para mostrar una tesis concisa. 



    La emoción que genera Moretti surge de exponer una vida compleja, con muchas perspectivas y sentimientos encontrados, pero sin por eso volverse intelectual. Escribiendo, veo que algo de eso que yo llamo 'honestidad' tiene que ver con una exposición no-enjuiciadora del sentimiento. Cuando los personajes se enfrentan a esa complejidad (puede ser una separación, un hijo inmoral, hacer una película, o en el extremo un hijo muerto), son frágiles. Les sucede algo que los sigue por el resto de su vida, y en la mayoría de los casos lo experimentan sin maldad. Al poner al frente la dificultad de la vida, todos los personajes están medianamente justificados, o al menos sus motivos están expuestos. No hay mal radical; es el funcionamiento ético de la persona o el ciudadano común. Cuando uno no entiende a un asesino (digamos, cuando uno no hace filosofía a lo Hannah Arendt), puede consumir su relato. En el caso de una persona común y corriente, en cambio, más interesante que filosofar y que su relato es lo que hace Moretti. Al exponer la complejidad, la falta de medios, y por lo tanto la fragilidad de los personajes, Nanni hace florecer la ternura. 

    Llego hasta acá, hoy y ahora, sigo la próxima. Me debo explicar por qué Nanni Moretti es familia.

viernes, 12 de septiembre de 2025

Violencia se dice de muchas maneras

 Vivimos en un régimen de violencia generalizada. Cualquiera contra cualquiera. Pero esa violencia no es sólo intencional, como un arranque con puteada por la ventanilla del auto. No, es más el corrimiento de un umbral de imposiciones absurdas contra el otro. ¿A ver cuánto aguanta? Pequeñas acciones que se hacen como si el de al lado no existiera. Ya se van imaginando a qué voy. 

Por ejemplo, yo viajo en bondi a la oficina varios días a la semana, desde Balvanera hasta Belgrano. No es un viaje tan sufrido, porque voy “a contramano” de la mayoría. En general logro ir sentado, aunque no siempre. Bajo del ascensor, trato de evitar al encargado del edificio, fracaso, saludo y me río de su ocurrencia del día, me cierro la campera, llego a la avenida, si el bondi viene lo corro, si llego me subo me siento y abro un libro. Paso por Once, el colectivo se vacía, el colectivo se llena. Eso es más o menos igual. Ahora lo que también es bastante igual es que siempre hay un/a pelotudo/a (en esto no hay distinción de géneros) mirando videos o escuchando música con el celular. Uno podría decir, “sin auriculares”, porque para la gente civilizada está previsto el uso de los mismos. Pero, ¿capaz hay cada vez menos gente civilizada? O no se toma ya el auricular como rasgo de civilización. 

Ahora a alguien le puede parecer que estoy proponiendo como universal un rasgo de la gente que viaja en bondi, o que viaja en bondi por Balvanera, pero la actitud se extiende a regiones y actividades muy disímiles: también hay gente mirando videos con volumen alto en bares paquetes de Recoleta, por ejemplo. También hay muchas otras actividades que parecen olvidarse de considerar a la persona de al lado como a un sujeto: hablar en el cine, toser sin taparse la boca, escupir en público, apoyarle cosas encima al que va sentado en el subte a ver si quiere comprarlas, jugar a la pelota arriba de alguien que está sentado tomando mate en la plaza, etcétera. Cada una tiene sus condiciones particulares, como estar poniendo en peligro la salud del otro, interfiriendo en su paz mental o simplemente arruinándole un espacio que es de todos, pero por un ratito es suyo. A mi entender, todas están igual de mal. 

Me sorprendí, hace unos meses, cuando cientos de personas empezaron a responderme un tuit. Siempre me sorprendo, porque en general la que responde en masa es gente muy distinta a mí, con la que no comparto valores, ni códigos, ni nada, casi no nos entendemos, pero sin embargo están ahí y quieren decirme algo. O quieren decírselo a alguien más, porque a mí no me conocen, pero lo hacen a través de mi tuit. En fin, la cosa fue así: se hizo viral un video con dos jóvenes tocando una canción de Queen en la línea D del subte. Yo lo compartí diciendo que para mí había que deportarlos (no sé por qué usé esa palabra, si eran más porteños que nadie aparte) y comenté esta genialidad de los cariocas: en Río de Janeiro está prohibido tocar o pasar música en los transportes públicos, y lo compensan avisando que hay un “altar de los artistas”, lugar en el que pueden ir a mostrar su arte todos los que lo harían en el subte. Pueden pasar la gorra. ¿No es genial el nombre? Obviamente no fui al altar de los artistas, ni en pedo, pero me pareció una respuesta inteligente: apunta directo al presupuesto chantajero de que “es arte”, y la gente escucha con gusto. La gente escucha porque está obligada, porque no se va a bajar del vagón en medio del camino o cambiarse cada vez que viene alguien a mostrar su talento. Al menos así lo entiendo yo, que nunca quiero escucharlos y valoro mucho el silencio. Al final, si querés escuchar Queen, ¡ponete auriculares y dale! 

Concluía mi civilizatorio tuit diciendo que el altar de los artistas tendría que tener un piso-trampa que tirara a los músicos a los cocodrilos. Yo no soy excesivamente buena onda, puede ser. Pero las respuestas que recibí tampoco, y eran de muy distintas especies: algunos me reclamaban que cómo iba a elogiar a Río de Janeiro, que era una ciudad tan fea (respuesta triste y bruta); otros me decían que era un insensible, porque esos chicos estaban ahí ganándose el mango (respuesta sensiblera-moralista-chantajera: eran de clase media y estaban ahí porque no quieren laburar de otra cosa y probablemente vivan con los padres); otros, los peores, me dijeron que era un burro, que eso era arte, que me fuera a escuchar reggaeton. Voy a hacer un silencio:



Listo. ¿Eso es arte? La puta que los parió, es un cover meloso de un hit radial. Todo bien con Queen, no es una crítica, pero dos mantenidos haciendo un cover no es arte. Igual, no me quiero enroscar, el tema no son los pobres “gordos mercury”, como los llamó un amigo. Todo esto es un desvío para volver sobre el tema: imponerle escuchar música fuerte a todo un vagón es violento. No importa que lo consideres arte, que sea tu pasión o que necesites plata. Eso es chantaje. 

Hace un tiempo un amigo preguntaba: ¿cuánto falta para que veamos gente mirando porno en el celular con volumen alto? La pregunta es muy sugerente. Porque es cierto, a este paso es cuestión de tiempo, y no mucho. Ya tenés gente babeándose en público con culos de Instagram sin que se les mueva un pelo, y otros viendo series de Netflix con el volumen al taco. Falta unir los puntos. En realidad, más que unir los puntos falta mirar la situación general: no hay ley. ¿Alguien le dice algo al que mira culos aunque no corresponda, aunque esté en público? No, no hay problema. Son cosas que se aprenden en casa, si no las aprendió, mala suerte. ¿Y al del celular? No, qué sé yo, tampoco es tan grave. Te la bancás. 

Hace poco leí una crónica periodística en que el narrador decía que “el policía del tren ya se ocuparía…”. Acá no hay policías del tren, no hay autoridad. Hay un tipo en la línea B que entra con patines a toda velocidad y hace piruetas con música pop. Capaz lo conocen, tiene la cara quemada y usa mallas de bailarín. Ese tipo, si no lo hizo todavía, perfectamente puede pegarle y lastimar a alguien, revoleando los patines contento. Staying Alive, Estación Pueyrredón, Combinación con Línea H. Un hijo sano del patriarcado en su versión Tinelli. Nadie dice nada, nunca nadie hizo nada más allá de correrse un poco espantado. ¿Soy un ortiva? No sé, la cuestión es que para mí la ley está bien, la convivencia está bien, el respeto por el otro está bien. El silencio es valioso, y no me vengan con el chantaje histórico-fraseológico. Te permite pensar. Después sí, el ruido también es valioso, hagamos fiestas jodiendo al vecino lo menos posible.

El tema es que la tendencia actual a cagarse en el otro está también fomentada por las empresas y el Estado. Eso está claro, y como alguna vez dijo el flaco Spinetta, los de abajo quieren tomar lo que toman los de arriba. Entonces si el Estado se caga en vos, vos te recontragás en el otro. Por ejemplo: los bondis tienen esos ploteados infames con publicidades que no dejan entrar la luz ni que veas para afuera. Para no hablar de los negociados de la ciudad, que ya son otro caso aparte. Pero me refiero a algo más chico, más cercano, algo que te encontrás todos los días y decís “la puta madre, ahora vivo un poco peor”. 

En cualquier teatro la gente usa el celular, habla, saca fotos, responde chats: no hay problema. Uno se puede preguntar para qué van. ¿Disfrutan así? Puede ser. El tema con el celular es que ahora todos andan más equipados para joder al otro: salen con linterna, parlante, televisor, todo puesto para que el mundo sea el suyo y que el que les diga algo sea un hinchapelotas o un hijo de puta. El Estado no va a hacer nada porque ya no está para eso ni para nada. Ni el Estado ni las autoridades de los lugares. Así el trato se degrada. En la vía pública nos encontramos con cada vez menos sujetos de derecho y con más bultos orgánicos, seres en estado de naturaleza. Los espacios públicos tienen que ver con la ciudadanía: sin ley y sin respeto el universo es privado, de cada uno, sálvese quien pueda. O nadie se salva solo ni mal acompañado.

De nuevo: ¿cuánto falta para que la gente vaya mirando porno con el volumen alto en el colectivo? ¿Y qué mundo es ese?


***

PD. Los días siguientes a escribir esto me quedé pensando: “¿qué me van a decir?”. Qué clasemediero, llorón, una vieja indignada. Dije bueno, sí, pero es lo que pienso, qué sé yo. Después aparecieron esas imágenes de la chica ucraniana de 23 años asesinada en el tren. El caso es un espanto, pero locos e hijos de puta hay en todos lados. Lo peor, lo más alarmante es que nadie a su alrededor hace nada. NADA, ni siquiera gritan, lloran o llaman al 911. Y ahí pensé que sí, que quiero publicar esto.


miércoles, 27 de agosto de 2025

La bolsita de Karina: un día triste

 Yo había cerrado mi cuenta de twitter, al menos temporalmente, podrido de lo banal de la conversación y el contenido que circula ahí. No va que al día siguiente salen los audios de Spagnuolo y nos sientan enfrente de uno de los hechos más tristes del gobierno mileísta hasta el momento. "Estás loco", me van a decir. Mucho más triste es que fajen jubilados, que nos endeuden, que estén destruyendo el poder adquisitivo de los trabajadores. En un punto es cierto, pero eso es lo que se votó y lo que evidentemente ve una porción de la sociedad como única solución posible. Lo que pasó ahora es lisa y llana traición. 

En su momento, la candidatura de Milei funcionó bien en muchos puntos. Puntos que eran, en última instancia, de sentido común, aunque para llevarlos al centro de la política tuviera que decirlos un loco. Que había que parar con el déficit, con la corrupción, con los privilegios. Que los que estaban haciendo exactamente eso en el gobierno de Alberto Fernández no iban a cambiar para el gobierno de Massa. El peronismo hoy sólo sabe profundizar, ir con más vehemencia en la misma dirección. "Antes que eso, que rompan todo" dijo la sociedad. Por eso ahora tengo que reabrir la cuenta de twitter y ver qué están diciendo, qué posición se toma; y por eso tengo que escribir esto, porque ya veo que lo que se va a decir no me va a gustar nada. 

La consultora Enter hizo un informe sobre la repercusión en distintas redes del escándalo de corrupción que involucra centralmente a Karina Milei. Al respecto, dicen: 

La interna abierta entre Santiago Caputo y Karina Milei, sumada al silencio de radio de los protagonistas del escándalo, resultaron en una zona liberada al libre criterio de las audiencias orgánicas afines al gobierno que, en principio, optaron por esperar. Un margen que el peronismo, la izquierda, el radicalismo y parte de la centroderecha supo aprovechar para instalar sentido.

¡¡Pero la concha de su hermana!! ¿"Aprovechar para instalar sentido"? ¿Es lo único que vamos a hacer, hasta que el país termine de hundirse y nos ahoguemos todos en la pobreza y el mal gusto que cada vez nos caracterizan más?

Para mí este no es un momento para instalar nada. ¿Qué sentido? Es un momento triste, porque el gobierno, sea una mierda o no, fue elegido por motivos de dos tipos: económicos y morales. Yo de los económicos no entiendo nada, pero a los morales accedemos todos. No tenía que haber ni sospecha de choreos, malversaciones, privilegios. Me pueden decir: "sos un boludo, la política siempre fue y va a ser así". Pero justamente por eso creo que se votó gente nueva, "limpia". Aunque fueran locos, feos, dieran cringe, tuvieran caspa, se maquillaran la papada, lo que fuera. Yo creo que la sociedad se bancó todo eso esperando que no estuvieran tan corrompidos de entrada. Que su daño interno se tradujera en una moral férrea. 

De todas formas, ¡sí! Yo soy definitivamente un boludo. En su momento me entusiasmé con Alberto. Me pareció que era mejor que Macri, y que podía ser una corrección, o una lavada de cara, respecto de la belicosidad del kirchnerismo. Obvio, sí, me equivoqué. Muchos nos equivocamos. Pero no creo que mi equivocación fuera el entusiasmo: mi hermano, en esas cenas un poco melancólicas de cuarentena, me decía que todo esto iba a salir mal. Yo pensaba: es muy fácil dictaminar de antemano que todo va a salir mal. No se puede vivir festejando la entropía, nuestro destino escatológico, nuestro agotamiento. No puede ser siempre todo un poco peor. En algún momento hay que remontar. En algún momento alguien tiene que hacer las cosas bien, tiene que obedecer al mandato popular y que la sociedad exija lo que realmente cree necesitar. 

Sea Milei lo que sea, su gobierno tenía la obligación y la oportunidad de instalar una moral inconmovible en el Estado. No lo hizo. 

Si hay algo para consolarse en este caso fue la velocidad con que la justicia obró al respecto: sea por torpeza (es gracioso pensar en la complejidad de "la ruta del dinero K" versus Karina con una bolsita marrón con un signo "$") o por las enemistades que se ganaron, los allanamientos fueron casi instantáneos. Eso está bien. Aunque sea el castigo parece que puede funcionar. Lo que yo no puedo compartir es la alegría de que al gobierno le vaya mal (porque ¿qué queda de la vereda de enfrente? Algo que la sociedad ya rechazó y por ahora no está dispuesto a cambiar). Y tampoco, quizás menos, el fanatismo estúpido de creer que un poquito de corrupción no es nada al lado de lo que estén haciendo de positivo en otros ámbitos (no sé qué sería). 

La sociedad aceptó comerse los tremendos sapos que manda Milei, para no comerse los sapos de los privilegios. Con esto el gobierno se cavó su propia fosa. 

lunes, 25 de agosto de 2025

Mi último bar

En Buenos Aires primero Cromañón, después Macri y las habilitaciones, por último la pandemia y el cierre de bares a las 3 de la mañana. ¿Cómo se llama la obra? Hoy la ciudad de noche es un cementerio. Algunos amigos sentencian: la gente ya no sale, prefiere quedarse mirando Netflix. Me cuesta creerlo. Otros analizan: no hay guita para pagar dos turnos de personal, hacen uno solo y reducen el horario. Explica: explica que los cafés de especialidad sin alma cierren a las ocho de la noche. Nadie está ahí realmente porque quiere. Pero no me explica que los lugares más manija, los bares que cumplen una función social, sucumban ante eso. 


Es cierto, algunos siguen existiendo, pero como excepción y no como regla. Salimos el jueves a las doce de ver la de Llinás (¡Un nombre que todavía no es nostalgia!), nos costó un huevo encontrar una pizzería. Todas nos cerraban en la cara. Finalmente lo logramos en una cervecería de Agüero y Santa Fe. ¿Se acuerdan de las cervecerías? El auge del cheddar, los banquitos incómodos, las papas contaminadas de agentes extraños. Cuando todavía no sabíamos qué quería decir “bullish”. Fue una burbuja, también, como tantas cosas, pero fue la burbuja de mi temprana adultez. Con la ansiedad que esos fenómenos generan, nadie podía evitarlo: sólo los viejos preferían el vino, el vermut todavía no había vuelto; era cerveza y ya no de litro, en esos lugares ruidosos de luces cálidas.


Las cervecerías eran bastante estandarizadas y aburridas, ofrecían un punto de encuentro genérico para los que quisieran hablar boludeces y emborracharse de a poco. Eran espacios que garantizaban la seguridad de lo monótono: las mismas opciones, casi el mismo decorado, público similar. Era, de hecho, lo mismo en Palermo que en otros barrios que en los centros del conurbano. Pero en cada formato de producción estándar, desde la sonata hasta el western, desde la sitcom hasta el reggaeton, hay genios y perfeccionistas infatigables. Hay anomalías que rompen con esas formas predecibles, al mismo tiempo que las llevan al extremo de lo universal. Para mí, las cervecerías también tienen su Beethoven, su Leone, su Seinfeld o su Rosalía.


Y Nacho, el dueño de este lugar, me retaría si me escuchara llamarlo así: más bien es un bar. Pero no es tan claro, y en última instancia yo lo conocí así, como cervecería. No puede negarse que tiene canillas, una cartelera, banquetas altas y un poco incómodas, pero tampoco puede negarse que hay mucho más. Hay buenos libros y revistas desparramados por los rincones, hay habitués, hay un acuerdo tácito de que se cierra cuando los últimos no dan más. ¿En qué cervecería el dueño te pregunta si te gusta Pavese? “Trabajar cansa, el oficio de escribir, ¡Vendrá la muerte y tendrá tus ojos!”. Casémonos. No cierres nunca, voy a volver siempre que pueda.


***


Los genios de un género suelen tomar algunos de sus rasgos y extremarlos. Cuando algo se gasta, su superación puede estar en su hipertrofia. Obviamente, también hace falta originalidad y buen gusto, pero sin la exageración de rasgos puntuales se trataría simplemente de otra cosa. ¿Qué exagera mi último bar? La bebida como invención sencilla: cerveza, vino y vermut. Solo eso, pero ninguno genérico. Todo especialmente elegido, no hay nada que no sea peculiar. La comida también es sencilla, muy rica, pero más vale un acompañamiento para no tomar con el estómago vacío. El privilegio de la conversación larga, lenta, espaciada. El día en que realmente nos volvimos parte de la casa fue cuando llegamos a las 3 de la mañana y nos quedamos escuchando música hasta las 6. Comentamos algo, pensamos, silencio, escuchamos un tema. Así hablo yo con mi papá y con gente más grande que quiero mucho. No está la obligación de decir algo. 


Los libros y las revistas no son decorativos: se trata de un ejercicio doble de nostalgia y generosidad. Son cosas de los años 2000 que ya no se hacen y que eran buenas. La época joven de internet. También Nacho tiene la voluntad de mostrar lo bueno, creo que sencillamente para eso puso el bar, y lo encuentra en su juventud. Esa voluntad de conservar lo bueno, ¿no es justamente conservadora? ¿Cómo seguir el imperativo de la novedad? ¿Cómo valorar nuestra época? Lukács acusaba a Adorno de vivir en el Gran Hotel Abismo: disfrutar la buena vida en Estados Unidos mientras en Europa sucedían desastres. ¿No estamos en el Pequeño Bar Abismo?


***


Parece que Karina recibía dinero de cometas en la Agencia de Discapacidad. Hay audios por un lado y silencio por el otro. El gobierno que llegó con dos promesas –bajar la inflación y terminar con la corrupción– parece haber fallado definitivamente en una. Aparte de loquitos son chorros. Como dicen en twitter, “sad”. Pero ahora estamos entrando a nuestro último bar, viendo las viejas nuevas bandas en revistas con diseño, dando sorbos largos de cervezas aromáticas. ¿Y Pasolini? Me gustan sus poemas, como Transhumanar y organizar, también varias de sus pelis. ¿Novelas? No, no leí. Toca Bochatón, acá a la vuelta. Yo ya no voy a lugares. Ahí vienen los pibes, ¿qué onda? Trajimos una torta, y también te trajimos Punctum que me dijiste que no lo conocés. Dos cervezas para los señoritos. Así se pasa, se vuela, la espuma de los días. 



 

lunes, 24 de marzo de 2025

3 poemas reproductivos de Larkin

Sea este el verso

Te cagan la cabeza papá y mamá.

Quieran o no, lo hacen. 

Te llenan con sus culpas

y te dejan un par extra sólo para vos. 


Pero a ellos les cagaron la cabeza también

unos tontos con sacos y sombreros antiguos

que la mitad del día eran fachos cariñosos

y la otra mitad se mataban entre ellos. 


El hombre entrega miseria al hombre.

Cada vez más profunda como el agua de la orilla.

Salí cuanto antes

y no tengas hijos.


Annus Mirabilis


Las relaciones sexuales empezaron 

en mil novecientos sesenta y tres

(que para mí fue bastante tarde) - 

entre que terminó la prohibición de Chatterley

y el primer disco de los Beatles.


Hasta ese entonces sólo había

habido una especie de negociación,

un forcejeo por el anillo, 

una vergüenza que empezaba a los dieciséis

y lo contaminaba todo. 


Y de repente terminó toda la disputa:

todos sintieron lo mismo

y todas las vidas se volvieron

un brillante hacer saltar la banca,

un juego que no se puede perder.


Así que la vida nunca fue mejor

que en mil novecientos sesenta y tres

(si bien un poco tarde para mí)

entre el fin de la prohibición de Chatterley

y el primer disco de los Beatles.


Ventanas altas


Cuando veo una parejita y pienso

que él se la coge y ella

está tomando pastillas o usa un diafragma,

sé que eso es el paraíso


con el que todo viejo soñó toda la vida-

relaciones y gestos puestos a un lado

como una cosechadora vieja,

y todos los jóvenes deslizándose cuesta abajo


hacia la felicidad, infinitamente. Me pregunto si

alguno me miró a mí cuarenta años atrás

y pensó eso va a ser la vida;

no más Dios ni transpirar en la oscuridad


temiendo el infierno, o tener que callarte

lo que pensás del pastor. Él 

y los suyos se van cuesta abajo

como pájaros libres. E inmediatamente


en vez de palabras viene la idea de ventanas altas:

el vidrio ocupado por el sol,

y atrás suyo el profundo aire azul, que muestra

la nada, y no está en ningún lado, y es infinito.

martes, 3 de diciembre de 2024

Presentación - Literatura de Base de Martín Gambarotta

[Texto leído en El vómito en noviembre del 2024 a raíz de la presentación de Literatura de base, libro que reúne los ensayos de Martín Gambarotta, publicado por la editorial Mansalva.]


Quiero empezar destacando que Literatura de base es un libro que fue escribiéndose durante treinta años, y que impresiona su coherencia si tenemos en cuenta esa particularidad. Por eso Emilio Jurado Naón pudo compilarlo como lo hizo, ordenando por temas, formatos, soportes, y aun así los textos, sin estar ordenados cronológicamente, funcionan como un todo. Siendo Gambarotta un poeta que escribió relativamente poco pero con una gran determinación, o seguridad, respecto de lo que estaba publicando cada vez, este libro con su prosa reunida sigue la misma tendencia. Para treinta años no sé si son pocas páginas, pero sí que tienen el alto grado de precisión que tiene también su poesía. No hay palabras de más, ni cuestionamientos a los textos anteriores. 

Yo quería primero hablar un poco de la mirada que tiene el libro hacia el pasado. Porque muchos de los textos tienen como principal función construir una tradición. Eso es algo que Martín toma de Pound. Cito: “Lo que Pound básicamente enseña es que uno como vanguardista es libre de inventarse su propia tradición”. Y esas tradiciones inventadas están en el libro, empezando por el propio Pound. Entonces podríamos preguntarnos para qué sirve una tradición y qué se toma de aquellos que uno lee. En última instancia a partir de eso se construye una idea muy particular de qué es la literatura. 


La primera tradición que se inventa Martín es la que empieza con el modernismo anglosajón. Hay una lectura de Eliot y de Pound como el comienzo de una vanguardia poética que sigue teniendo efectos, pero principalmente de Pound hay un aprendizaje a nivel práctico sobre cómo pensar la literatura y cómo se puede actuar en el mundo literario. Hay cuestiones estilísticas como la claridad de la imagen o las voces teatrales de La tierra baldía, pero más generalmente lo que se toma es la forma de eso: pensar que se pueden construir dogmas propios para escribir, y que esa lista de dogmas es abierta, puede renovarla cada uno y cada una de cara a un texto nuevo. Y a su vez, lo que podría pensarse como una ética de la escritura que contiene y excede al texto mismo: escribir es una intervención que a su vez participa de una cierta tendencia o política cultural más amplia. Por eso se habla de generaciones, de lo que se debe y no se debe hacer, de etapas de esas mismas generaciones, etcétera. Vemos que esto es muy distinto a la idea bastante extendida de que un autor va y escribe su obra, escribe buenos o malos libros, y chau. 


Eso que empieza con Pound y Eliot continúa en una lectura de los objetivistas, que son un poco menos conocidos: Louis Zukofsky, Carl Rakosi, Charles Reznikoff, George Oppen, Lorine Niedecker. Breve comentario al margen: creo que está bien hacer una reivindicación de estos poetas. Estuvieron de moda en algún momento y ya no lo están tanto. Son poetas muy buenos, muy vigentes. En esta lectura para mí ya hay algo más personal de Gambarotta. No quiero decir que la de Pound y Eliot no sea personal, obviamente sí, pero el proyecto de investigar, leer seriamente, adoptar a los objetivistas como padres literarios, eso es más particular. Casi se podría decir: Pound y Eliot ganaron, son los consagrados, y por lo tanto es más esperada la referencia. 


Entonces, aparece una atracción por estos poetas, particularmente Zukofsky y Rakosi. Pero todos ellos tienen algunos puntos en común: son judíos, son marxistas (algunos afiliados al Partido Comunista estadounidense), no triunfaron con su escritura, son inmigrantes o hijos de inmigrantes. Para los que leyeron Punctum, Seudo, o cualquiera de los libros de Martín esto podría resonar. Y a su vez procesan eso en una escritura muy formalista, a veces un poco críptica, y justamente objetual en la construcción del texto. Para decirlo rápido, piensan el texto como un objeto, como un artefacto; no tiene mucho que ver con la idea superficial del objetivismo como “hablar de los objetos” o de las cosas que tenemos alrededor. La tradición que elige Martín está compuesta por estos tipos que tensionan su escritura con su vida política, que no están en el centro de la escena y que en última instancia están dispuestos a fracasar, o escribiendo como si ya hubieran fracasado. Esto es una postura ética: hay un tipo de buena poesía que está jugada al fracaso. No quiere decir que toda buena poesía sea así, pero esa está. 


Esa tradición tiene una instancia más, lo que a Martín le permite decir que el modernismo anglosajón tuvo mejor continuidad en Latinoamérica que en otras latitudes, que es la lectura que hace el chileno Gonzalo Millán. Martín habla elogiosamente del poema La ciudad, un poema largo que Millán escribe exiliado durante la dictadura de Pinochet, y que desarrolla un lenguaje aplastado por el contexto político. En un momento lo va a entrevistar y Millán le dice que está leyendo a estos objetivistas que mencionábamos. Creo que acá con Millán aparece la cuestión de la no-declamación. Es decir que, aunque la poesía política pueda hablar en términos directos (como dice Martín, llamar “tirano” al tirano Pinochet), eso no es lo importante. Lo más novedoso es justamente que salga de eso, que salga de lo que pueden decir las voces oficiales de las organizaciones que se oponen a Pinochet, que proponga algo más (que los discursos dominantes). Al tomar y procesar todos esos elementos, esa tradición llega hasta Martín. 


Esta sería la tradición poética que arma Literatura de base. Hay una segunda, ya más nacional y política pero que no deja de ser literaria también. Es más interdisciplinar, digamos. Acá lo podemos discutir después, capaz se mezclan algunas cosas pero tengo razones para hacerlo así. Esta tradición empezaría con el vanguardismo político de los ‘70, la lucha armada y las agrupaciones revolucionarias. O siendo más precisos: no empezaría en los ‘70, sino con la herencia de los ‘70. Es una tradición que empieza al decir “la lucha armada fracasó, ahora qué se puede hacer”. En ese sentido resuena lo del objetivismo, es una ética y una estética de los que desde el vamos perdieron, aunque esto no quiere decir que esté todo dicho. 


Entonces podríamos decir que esta tradición tiene un doble comienzo, algo que Martín desarrolla en El álbum rojo, para mí el más genial, el más central de los textos del libro. Por un lado empieza con el asalto al cuartel de La Tablada. ¿Por qué? Porque se puede leer esa masacre como el final definitivo de la lucha armada. Tomen esto con benevolencia, pero si uno lee su efecto, su resultado performático, el enunciado del asalto a La Tablada es: la lucha armada ya no tiene lugar. El segundo comienzo de esta tradición es con Los Redondos. En otro ensayo central, Martín analiza cómo Patricio Rey y sus redonditos de ricota, o específicamente el Indio Solari, cifran el presente de la juventud en el rock. El infierno de los ‘80 como postdictadura, la represión policial, el neoliberalismo que comenzó y va a seguir. 


Acá hago un pequeño paréntesis para comentar algo. Si partimos de acá ya podemos aceptar una cosa, una de las lecturas principales que yo puedo hacer de este libro: Literatura de base funciona como una historia reciente del conflicto político en sus distintas dimensiones. Digamos que en la postdictadura el conflicto se vuelve cultural, pasa a un espacio marginado de la gran política (al menos hasta el nuevo siglo), pero eso que se margina empieza a desbordar a muchos otros ámbitos, sobre todo en obras artísticas. 


Y entonces se puede comparar con el otro gran ensayo que se escribió sobre la postdictadura: Los espantos, de la filósofa Silvia Schwarzböck. Resumo la tesis de una forma un poco superficial: la dictadura arrasó el proyecto de vida de izquierda que había en el país, lo reemplazó por el reinado absoluto de una vida de derecha, una vida donde no puede haber una irrupción política, donde la socialdemocracia tiñe todo de falso consenso. Pero ahí hay una diferencia clave, porque para Silvia el conflicto prácticamente no se marginó, sino que se lo exterminó. Se puede decir que Los espantos es la historia de la derrota (de un proyecto de vida de izquierda). Y eso no pasa en Literatura de base; el libro de Martín parte de la derrota pero para encarar el conflicto, lo que pasa con los derrotados, ese nervio que sigue transmitiendo información. Es el hermano díscolo del libro de Silvia. 


Leo unos versos de Punctum que retratan esto: 


La guerra termina pero sigue

en la cabeza del combatiente. El combatiente

más peligroso no es el que está cerca de la victoria,

el combatiente más peligroso es el combatiente resentido,

que se sigue considerando un combatiente

después de la guerra,

retirado, con una barba a medias, sentado en la tribuna

mirando el clásico local que gana Deportivo dos a cero,

reacomodando las ideas que caben

envueltas en una hoja de parra.


Quiero decir que lo importante es que sigue habiendo ideas que caben en una hoja de parra, envueltas, pero listas para poner a hervir. Entonces lo que comienza más concretamente con Los redondos es una tradición, la tradición, hoy podemos decir gambarottiana, que consiste en cifrar el conflicto político y social con cierto espíritu vanguardista. Oficialmente se perdió, pero el conflicto sigue. ¿Cómo? 


Decíamos que esto excede la disciplina, porque a diferencia de lo que creía Pound –que la poesía tiene siempre las antenas más sensibles para captar lo que está pasando– acá puede ser cualquier disciplina. Entonces en paralelo viene el interés por la literatura, y Martín dice que empieza leyendo a Saer. Pero en esa lectura encuentra cierta insatisfacción, sobre todo en la falta de, o en cómo aparece la política en los textos. Como si fuera algo un poco viejo, una postura a la que no le interesa lo que está pasando a nivel político. Y eso se corrige cuando escucha leer La zanjita a Juan Desiderio. Entonces, después de Los Redondos hay un heredero, un soporte que está pescando lo que ya no pesca nadie: la poesía. Esto es un poco esquemático, es más que nada para ubicarse. Después de esto, por esos años, Martín se pone a escribir Punctum. 


Lo que quiero decir, recapitulando, es que hay una tradición poética vanguardista, una voluntad de trabajar teniendo en cuenta el contexto de lo que está pasando que es heredada, que llega de Pound y los demás que ya mencionamos. Es una tradición que entiende la actividad literaria como política cultural. Y hay otra tradición que es política, o heredera de un fracaso político, que entiende que tiene que cifrar un mensaje basado en lo que está pasando en la sociedad: que tiene que entender, diagnosticar y a partir de ahí escribir. 


Lo que yo quería mostrar es esta historia del conflicto, cómo Martín va siguiendo el punto más álgido, quién está percibiendo con más claridad lo que pasa y puede hacer una obra de arte con eso. La idea de que el arte, o la poesía, es un medio de comunicación que tiene que transmitir ese diagnóstico, eso que uno pudo captar y no circula en el discurso oficial. Puede parecer básico, pero es algo que arma Martín y que a uno le puede servir para empezar a leer, o para tener un mapa de cierto tipo de escritura que es muy potente y sin dudas no es la más popular del mundo tampoco. Una idea de vanguardia consciente de un contexto social y literario, donde el objetivo es dar con la tónica del presente.


Y volviendo a la comparación con el libro de Schwarzböck, Los espantos tiene algo curioso, casi que genera indignación, que es que termina su análisis en el 2003. Genera indignación digo porque viene hablando de la vida de derecha, viene mostrando un clima de socialdemocracia y falta de conflicto, y ese panorama no parece ser exactamente igual que el del kirchnerismo. Entonces uno siente que se terminó el libro y Schwarzböck se guardó algo, no lo dijo todo. No sé si a otros les pasó, yo sentí eso. Quiero decir, ¿qué pasó con el kirchnerismo? ¿Es la misma vida de derecha en una especie de teatro de la confrontación? ¿O qué? ¿Y si no es así, por qué no lo dijo? En fin. Eso no puede pasar en Literatura de base. Es imposible porque el conflicto nunca se va a morir. Porque siempre va a haber alguien que aunque lo hayan molido a palos va a estar maquinando con cómo enfrentarse a la derecha o a los monstruos que sea. 


El punto en que Schwarzböck termina Los espantos, a Martín le sirve para seguir hilando tradiciones. Hay una serie de textos muy buenos que rastrean los cantos y las apariciones de la JP en los ochenta y noventa, y qué de eso reaparece durante el kirchnerismo. Esa tradición, digámosle como Martín “peronismo revolucionario”, que no ha sido vencida y vuelve a levantar las banderas. Primero en la marginalidad, siendo pocos y recién arrasados, pero imponiendo consignas. Después, eso resonando en toda la sociedad argentina durante el kirchnerismo. Ahí hay algo más del arte como medio de comunicación: los que escriben, al momento de escribir pueden ser marginales, minoritarios. Pero se escribe con el espíritu de que eso puede resonar, puede amplificarse, puede afectar a una masa y volverse central, sobre todo si es correcto el análisis. Ese es el caso de Los Redondos, pero también la JP que después ingresa al gobierno. Eso también es poundiano o modernista en última instancia, la confianza en que una minoría puede torcer el rumbo de la historia, así como que el arte tiene una función social, civilizatoria. 


Hasta acá lo que yo considero la visión hacia el pasado de Gambarotta, algo que puede servir para entender su propia poética y una forma de pensar qué es la literatura. Pero también hay otro enfoque más hacia el presente o el futuro, que está un poco más encubierto pero también es muy potente. Vuelvo a la cuestión de que el libro fue escrito durante treinta años: son treinta años de escritura en tiempo presente, con los acontecimientos todavía frescos. Casi ninguno de los textos habla de cosas que hayan pasado más de diez años hacia atrás. Incluso en casos como el texto sobre Oppen o el de Rakosi, son a raíz de traducciones recientes y se nota un interés en la actualidad de esos textos. 


Hay también un interés a futuro, una idea de perpetuar y dar espacio a lo más interesante que está pasando en un momento. Eso se puede pensar como una herencia de Pound pero también bastante clásica de una formación política militante: hay que transformar la realidad pero también hay que formar los cuadros que van a seguir transformándola, hay que presentar y fogonear a los que vienen. En el ensayo “Soltar la lengua” Martín habla de cinco poetas contemporáneos a él que le interesan, y los reúne en una tendencia estética de tratar el habla que tienen en su entorno como materia prima. Unos años después, en una entrevista que le hace Nicolás Vilela también incluida en el libro, Gambarotta va a decir que eso que le interesaba de la poesía posnoventa no se consolidó. Cito: “Veía esa veta como una etapa superior –para hacer un chiste– del noventismo, una cosa más de partido que de movimiento. Eso que me entusiasmaba a mí no sé si llegó a entusiasmar.” Me parece que más allá del resultado que eso haya tenido, esa “decepción” –por llamarla de alguna manera– lo que muestra en realidad es que Gambarotta en su cabeza tenía un proyecto, una idea de por dónde había que seguir colectivamente. La idea de que hay una tarea del escritor que es hacer política cultural, no sólo escribir su propia obra sino entender las condiciones previas y crear las condiciones posteriores para que esa obra y las demás que se están haciendo en un momento se expandan y se desarrollen. 


Ahí hay algo que a mí al menos me entusiasma mucho y creo que  hay que aprenderlo en la actualidad. Esa visión de futuro también se ve en un momento que Martín habla del posfacio a La obsesión del espacio, de Zelarayán. Dice que es un texto interesante para dárselo a alguien que está empezando y preguntarle qué le parece. Ese gesto aparece más de una vez en Literatura de base, este es sólo un ejemplo. La idea de “el que está empezando”, que en realidad puede ser alguien o puede ser un estado mental, puede ser el empezar mismo en el que uno siempre podría sumergirse. Pero hay una valoración del “empezar a escribir” que a mí me resulta muy democrática, muy hospitalaria. Porque en eso Gambarotta no es tanto predicador de una estética particular como de una ética generalizada. Cada uno o una tiene que encontrar sus condiciones, su lectura para empezar a escribir.


Me acuerdo que hablando de Alejandro Rubio, Martín dice que su poesía “no es banal”, pero aclara, “no es que eso sea malo para toda poesía”. Dicho por alguien cuyos textos –y cuya forma de leer– expulsan totalmente la banalidad, es algo muy abierto. Las premisas a partir de las cuales alguien escribe son casi personales, lo que es una condición necesaria es la prescripción ética de tener esas premisas, de haberlas tratado seriamente, en última instancia de ser honesto con la propia escritura. Otro momento del libro en que se nota esto es cuando Martín pondera la demora de Los redondos en sacar su primer disco: “Es muy fácil caer en la trampa de editar muy pronto, y esto corre en especial para la literatura, que por momentos se puebla de estafadores dispuestos a cobrarles caro a los más jóvenes por sacar un primer libro de versos malos. El asunto del momento que Patricio Rey elige para sacar su primer disco no es menor. No está mal pagarse una edición. Lo que está mal es errarle al momento de hacerlo.” ¿Qué sería errar? Publicar por publicar, no por estar seguro de que se llegó a un resultado que merece comunicarse.


Bueno, entonces está esa mirada hacia el futuro que consiste en pensar qué y cómo debe escribirse y actuar a favor de eso. Y eso funciona también en relación a la idea de que la escritura no es más que un medio de comunicación, y uno especialmente efectivo. Entonces si tenés algo para decir, si captaste algo de la realidad que no se está diciendo, siempre va a haber espacio para ponerse a ensayar y pensar un objeto, un sistema sea textual o de otro tipo, diseñado especialmente por vos para transmitir eso de la mejor forma posible. 


Para terminar, me parece que si Literatura de base es un libro por sí mismo y no una compilación de textos geniales, es porque además de trabajar el contenido de lo que Martín piensa de la literatura, de la realidad, de la política, muestra la forma en que llega a esas conclusiones. Se ven los procedimientos por los que alcanza esos diagnósticos, esas ideas, en última instancia esos poemas. En ese sentido, más que Los redondos en particular importa lo que que se puede leer en una banda de rock, o cualquier otra obra de arte, prestando atención a los elementos que va plantando en una época determinada; más que el asalto a La Tablada en particular importa cómo se puede leer un acontecimiento político en la historia y la cultura de un país; más que La zanjita en particular, importa con qué predisposición se puede ir a escuchar a un tipo de veintipico de años recitando poemas, y cómo el estado que eso genera te puede llevar a escribir tus propios poemas; etcétera. Hay muchos más ejemplos, todos igualmente nutritivos. Para eso vale la pena leer el libro.