Nunca entendí si mi viejo tiene un oído privilegiado o simplemente habla con seguridad. Lo segundo pasa sin dudas, y muchas veces afirma con un grado de certeza enervante: hay alguien enfermo y te dice “se va a curar, no pasa nada”, como si lo hubiese visto escrito en algún lado. Tampoco se lo puede contradecir mucho, porque se trata de una expresión de deseo sincera y en principio no daña a nadie. Además, en muchas ocasiones explica cuestiones técnicas complejas con lo que después demuestra ser máxima precisión. Punto a su favor. Otras, algunas menos, con el mismo grado de seguridad te manda fruta. La típica: “sí, yo cerré con llave”, mientras uno mira de frente la puerta de calle abierta. Punto en contra.
Por eso es que nunca entendí si cuando habla de música y describe cambios de tonalidad o intervalos dentro de una melodía o un acorde, está hablando en serio o dice lo que se le ocurre. Oído tiene, y durante su juventud escuchó música obsesivamente, ¿pero realmente escucha esa novena? De mínima, confía en su intuición más que nadie que yo conozca. Eso está bien, creo yo, porque es un tipo que se formó en una familia laburante, bruta, de tanos inmigrantes. No tuvo una educación culta más que la que recibió de sus amigos, la militancia trotskista, algunas parejas y su propia intuición. Este último elemento es clave, porque a uno le pueden mostrar muchas cosas pero puede no tener la sensibilidad para valorarlas. Intuición y valor están esencialmente unidos: la capacidad de distinguir lo interesante de lo no interesante es una de las facultades más importantes en la vida. Y esa distinción, en última instancia, no puede ser más que una aproximación estética, propia de la sensibilidad.
Por caso: mi viejo nunca leyó poesía, estoy casi seguro, más que Miguel Hernández. Yo, aunque leo, escribo y hago crítica de poesía, nunca agarré un libro suyo. Ya me imagino que no me va a gustar, y eso que no tengo un solo dato; tengo el prejuicio de que me voy a encontrar un poeta popular y un poco berreta de la onda de Benedetti. Tampoco él habla con mucho entusiasmo de Hernández, y por algo no siguió leyendo poesía en su vida. Pero una vez hablábamos de Spinetta, no sé si no escuchábamos un disco en el auto, y explicó por qué lo respetaba como letrista: “ya se ven los tigres en la lluvia. Qué imagen, ¿no? Ese animal tan poderoso, desamparado”. Eso me flasheó, no solo por la emoción con que él hablaba, sino porque me parecía una apreciación acertada, propia, sin teoría. Nadie le había dicho que eso estaba bien; sólo a él le había llegado el disco y escuchándolo se había quedado con eso. El tema de Spinetta tiene varios versos con aspiración poética, varios intentos, pero ese es sin dudas el mejor. Incluso la canción, dejándolo para el final y un poco colgado, parece avalar esto: un logro de la intuición.
Cuando yo era adolescente fui, como todos, un poco rebelde. Nada fuera de los parámetros aceptables de una familia de clase media, padres profesionales, medicina prepaga. Hacía algún que otro desastre light en el colegio, o los fines de semana, y mi vieja se arrancaba los pelos. Mi viejo nunca se quejó mucho, más bien ejecutaba: este fin de semana no salís, te quedaste sin computadora, etc. Excepto una vez que se desesperó: “Juan, hace mucho que no te veo agarrar un libro”. Lo dijo como si significara “te estás volviendo tonto”. La apreciación no era muy correcta, porque yo leía y mucho. Creo que nunca leí tanta literatura como en esa época, en la que siempre andaba con una novela encima y quería incorporar toda la literatura argentina contemporánea de un saque; como si una vez que lo lograra, pudiera formar parte de ella. Leía sin entender, escribía copiando, no perdía un segundo en otras tareas. Pero lo hacía fuera de casa, y para mi viejo que me veía poco, y no conocía lo que leía, pensaba que me estaba achatando. Yo creo que lo vivió como un golpe, porque él había hecho un esfuerzo grande por alejarse de la brutalidad, que en última instancia era la marca de su familia. Y finalmente lo que descubrió en la lectura, en los discos, en algunos cuadros, fue su definición de humanidad.
Hace un par de semanas fuimos a ver a Gismonti al teatro Coliseo. Algo de eso me emociona: siempre me pasa en ese tipo de conciertos, y tiene más que ver con el público que con la música misma. Siento una especie de comunidad, algo así como una clase media culta porteña que existe y que se congrega espontáneamente en esos espacios. Capaz son cada vez menos, pero de repente existen y esa congregación se da: me pasó con Cabrera y Fattoruso, con películas de Llinás o de Nanni Moretti, lugares así. Mi viejo era uno más entre todos esos viejos que iban a escuchar al héroe de la juventud. Después salimos y fuimos al Palacio de la pizza, donde me confesó que no le había gustado mucho, al menos la primera parte.
La crítica se reducía básicamente a: hacia el final mejoró, pero durante casi todo el recital no fue Gismonti, no fue el verdadero. Yo, que casi no conocía y fui invitado por él, acepté. Después de que nos despedimos le escribí para pedirle que me pasara discos, temas, del verdadero Gismonti como él lo entendía. No me respondió por un par de días, hasta que finalmente me dijo “no puedo. Para mí es demasiado importante. Traté de armar una playlist pero no puedo mandártela así nomás, juntémonos y te cuento”. Vino a casa y nos sentamos adelante de los parlantes con un mate. No voy a contar mucho, porque ver a un padre emocionado es infrecuente y poco comunicable. Pero sí voy a decir que siendo un poco más chico que yo grabó un casette con la canción Palhaso en continuado. 60 minutos de la misma canción repetida, y sólo escuchó eso durante dos años. Obviamente, escuchaba también la música incidental de una fiesta, o una radio prendida; pero cuando él se ponía a escuchar música se sentaba una vez más a escuchar Palhaso. Y yo entiendo que para alguien que lleva una música tan adentro suyo, es casi imposible que una versión esté a la altura.
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