En Buenos Aires primero Cromañón, después Macri y las habilitaciones, por último la pandemia y el cierre de bares a las 3 de la mañana. ¿Cómo se llama la obra? Hoy la ciudad de noche es un cementerio. Algunos amigos sentencian: la gente ya no sale, prefiere quedarse mirando Netflix. Me cuesta creerlo. Otros analizan: no hay guita para pagar dos turnos de personal, hacen uno solo y reducen el horario. Explica: explica que los cafés de especialidad sin alma cierren a las ocho de la noche. Nadie está ahí realmente porque quiere. Pero no me explica que los lugares más manija, los bares que cumplen una función social, sucumban ante eso.
Es cierto, algunos siguen existiendo, pero como excepción y no como regla. Salimos el jueves a las doce de ver la de Llinás (¡Un nombre que todavía no es nostalgia!), nos costó un huevo encontrar una pizzería. Todas nos cerraban en la cara. Finalmente lo logramos en una cervecería de Agüero y Santa Fe. ¿Se acuerdan de las cervecerías? El auge del cheddar, los banquitos incómodos, las papas contaminadas de agentes extraños. Cuando todavía no sabíamos qué quería decir “bullish”. Fue una burbuja, también, como tantas cosas, pero fue la burbuja de mi temprana adultez. Con la ansiedad que esos fenómenos generan, nadie podía evitarlo: sólo los viejos preferían el vino, el vermut todavía no había vuelto; era cerveza y ya no de litro, en esos lugares ruidosos de luces cálidas.
Las cervecerías eran bastante estandarizadas y aburridas, ofrecían un punto de encuentro genérico para los que quisieran hablar boludeces y emborracharse de a poco. Eran espacios que garantizaban la seguridad de lo monótono: las mismas opciones, casi el mismo decorado, público similar. Era, de hecho, lo mismo en Palermo que en otros barrios que en los centros del conurbano. Pero en cada formato de producción estándar, desde la sonata hasta el western, desde la sitcom hasta el reggaeton, hay genios y perfeccionistas infatigables. Hay anomalías que rompen con esas formas predecibles, al mismo tiempo que las llevan al extremo de lo universal. Para mí, las cervecerías también tienen su Beethoven, su Leone, su Seinfeld o su Rosalía.
Y Nacho, el dueño de este lugar, me retaría si me escuchara llamarlo así: más bien es un bar. Pero no es tan claro, y en última instancia yo lo conocí así, como cervecería. No puede negarse que tiene canillas, una cartelera, banquetas altas y un poco incómodas, pero tampoco puede negarse que hay mucho más. Hay buenos libros y revistas desparramados por los rincones, hay habitués, hay un acuerdo tácito de que se cierra cuando los últimos no dan más. ¿En qué cervecería el dueño te pregunta si te gusta Pavese? “Trabajar cansa, el oficio de escribir, ¡Vendrá la muerte y tendrá tus ojos!”. Casémonos. No cierres nunca, voy a volver siempre que pueda.
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Los genios de un género suelen tomar algunos de sus rasgos y extremarlos. Cuando algo se gasta, su superación puede estar en su hipertrofia. Obviamente, también hace falta originalidad y buen gusto, pero sin la exageración de rasgos puntuales se trataría simplemente de otra cosa. ¿Qué exagera mi último bar? La bebida como invención sencilla: cerveza, vino y vermut. Solo eso, pero ninguno genérico. Todo especialmente elegido, no hay nada que no sea peculiar. La comida también es sencilla, muy rica, pero más vale un acompañamiento para no tomar con el estómago vacío. El privilegio de la conversación larga, lenta, espaciada. El día en que realmente nos volvimos parte de la casa fue cuando llegamos a las 3 de la mañana y nos quedamos escuchando música hasta las 6. Comentamos algo, pensamos, silencio, escuchamos un tema. Así hablo yo con mi papá y con gente más grande que quiero mucho. No está la obligación de decir algo.
Los libros y las revistas no son decorativos: se trata de un ejercicio doble de nostalgia y generosidad. Son cosas de los años 2000 que ya no se hacen y que eran buenas. La época joven de internet. También Nacho tiene la voluntad de mostrar lo bueno, creo que sencillamente para eso puso el bar, y lo encuentra en su juventud. Esa voluntad de conservar lo bueno, ¿no es justamente conservadora? ¿Cómo seguir el imperativo de la novedad? ¿Cómo valorar nuestra época? Lukács acusaba a Adorno de vivir en el Gran Hotel Abismo: disfrutar la buena vida en Estados Unidos mientras en Europa sucedían desastres. ¿No estamos en el Pequeño Bar Abismo?
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Parece que Karina recibía dinero de cometas en la Agencia de Discapacidad. Hay audios por un lado y silencio por el otro. El gobierno que llegó con dos promesas –bajar la inflación y terminar con la corrupción– parece haber fallado definitivamente en una. Aparte de loquitos son chorros. Como dicen en twitter, “sad”. Pero ahora estamos entrando a nuestro último bar, viendo las viejas nuevas bandas en revistas con diseño, dando sorbos largos de cervezas aromáticas. ¿Y Pasolini? Me gustan sus poemas, como Transhumanar y organizar, también varias de sus pelis. ¿Novelas? No, no leí. Toca Bochatón, acá a la vuelta. Yo ya no voy a lugares. Ahí vienen los pibes, ¿qué onda? Trajimos una torta, y también te trajimos Punctum que me dijiste que no lo conocés. Dos cervezas para los señoritos. Así se pasa, se vuela, la espuma de los días.
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