lunes, 17 de junio de 2024

Proyecciones del realismo moral - Notas para hablar de Rubio

 Primero, tengo que decir: yo no tengo anécdotas con Rubio. Ni simpáticas, ni esclarecedoras ni mediocres. Por eso tengo que remitirme a la obra. También tengo que decir que yo ya fracasé una vez al tratar de hablar de Rubio. Era una reseña de su poesía completa, titulada La enfermedad mental, que quise hacer y no me salió. Quise hacerla porque me parecía una obligación, porque era un libro importante que había esperado mucho (ya no se conseguía). No me salió porque no tenía nada para decir. La sensación era, puntualmente, que la poesía de Rubio ya estaba analizada. El libro había sido publicado con tres prólogos –uno de Helder, uno de Mazzoni y uno de Avaro– y un epílogo escrito por el propio autor. También estaba la entrevista larga hecha por Planta y el texto introductorio en La tendencia materialista. Entonces, ¿qué podía agregar yo? ¿Qué podía agregar alguien que no lo había conocido, no había discutido, y recién leía sus poemas con toda esa intervención de por medio? 

En ese momento no me resultó claro. Había una pista, y era que la publicación no había tenido una sola modificación en los doce años que habían pasado desde que había salido por primera vez y su reimpresión. Era sospechoso. Si bien yo no, ¿nadie más había podido decir nada sobre Rubio? ¿Qué había pasado, no había escrito más? La conclusión era esa: hay una lectura por hacerse, la de mi generación. Porque entre Rubio y yo hay una generación que crea las condiciones de lectura, y es la de Planta. Si yo leo a Rubio es por ellos que lo recuperan, y lo hacen en un sentido concreto. A Rubio no puede pasarle lo que a los Lamborghini, que aparecen muchas veces lavados y despolitizados. De eso ya se ocuparon en Planta. Entonces tenemos una tarea más novedosa, que es pensar para qué nos sirve a nosotros, en nuestro contexto, este tipo de textos. 


Y ahí aparece otro problema, que es el problema de qué significa pensar. Porque en Buenos Aires, la ciudad de las viudas, pensar es apropiarse de lo que dijo otro que ya no puede hablar y aplicarlo a los fenómenos. No está muy bien visto, o demasiado ejercitado, pensar en nombre propio y decir “qué sé yo, se me ocurrió”. Por eso decía lo de las anécdotas. Hay que tener cuidado porque esos recursos de autoridad en general protegen alguna reflexión no muy lúcida, poco valiosa por sí misma. Y el problema de las viudas es que cristalizan algunas ideas pero ya desactivadas. Yo no digo que sean falsas, pero repetidas cuarenta veces algunas nociones como “la bondad de los buenos”, “progresismo", “francotirador”, “agresivo”, “peronista”, etc., se empobrecen. Es una dificultad, pero si no hay alguien que defienda las lecturas –aun las correctas– se empiezan a acumular estos usos instrumentales de los poetas, todo un mercado de los nombres propios. Solo digo eso, hay que tener cuidado con decir muchas veces lo obvio porque cambia de registro y se esloganiza. Salieron muchas notas desde la muerte de Rubio, algunas mejores que otras; todas lo que hacen es articular algunos nombres propios en un sistema deseado y propuesto por cada autor. 


Entonces, volviendo al eje de la cuestión, decía: yo quise decir algo sobre Rubio en ese momento y fracasé. Solo pude hacer algo particularmente pobre, que es decir “hay que decir algo más” y no decirlo. Pero bueno, acá hay una segunda chance. Se me ocurren tres puntos para escaparle lo más posible a repetir los lugares comunes de lo que cualquiera puede decir sobre Rubio: 



  1. Podría ser que se haya agotado el análisis posible de la obra. Que al menos por un tiempo haya que dejar de analizar a Rubio, y quedarnos con lo que ya sabemos que nos dio. Releer la antología de Planta, la entrevista, etcétera. Poco tentadora.

  2. Que lo que se haya agotado sea la lectura de esa parte de la obra; que para salir de estos lugares comunes haya que salir de La enfermedad mental y dedicarse más insistentemente a los ensayos, a Diario, a los libros de poemas que quedaron afuera. 

  3. Una última opción es que esas mismas piezas, “progresismo”, “peronismo”, etc., tengan que volver a acomodar sus jerarquías de acuerdo al contexto actual. Progresismo no significa lo mismo siendo gobierno antes de Macri que ahora. La “crítica a los buenos”, ¿es necesaria estando en retirada y reorganización? No parece. 



Habría que encontrar lo que en filosofía se llama un punto arquimédico, un elemento seguro que nos permita reordenar las cosas. La crítica a los propios, como en el caso de Wittner o Laguna, o la crítica a los inventos poco respetables como Fresán, ¿de qué sistema forman parte? ¿En qué contexto merecen existir? 


Para mí ahí hay un concepto clave que es el de realismo moral. Él dice en una entrevista que lo saca de Harold Bloom, lo digo por si alguien lo quiere buscar. Creo que él lo arma a su manera, que para él se puede buscar un sentido específico. Eso es algo más que también hay que decir: hablar de Rubio también es jodido porque tiene una claridad incomparable. No te enrosca, no es críptico. Los poemas pueden ser más o menos difíciles, pero en un punto siempre termina diciendo “yo hago esto, por estas razones, en este contexto”. Entonces puede parecer que no hay nada para agregar. Pero sí, porque hay que hacerlo hablar ahora que él no puede seguir hablando pero nos dejó toda su obra, que está proyectada hacia el futuro. Cuestión: ¿qué quiere decir “realismo moral”? Usar las palabras para decir la verdad. Es una estética y una ética. Como artista que se vale de las palabras, usarlas para decir la verdad de lo que está pasando. Hay un artículo que se llama Antiintelectualismo, donde Rubio recupera a Jauretche para criticar la figura del intelectual. Entre intelectuales hay consenso, amistad, camaradería. No se pueden enfrentar porque forman parte del mismo gremio. Como dice en ese artículo: lo que Horacio González le tenía que decir a Sarlo era que no se escribe en La nación inocentemente. Y se lo tenía que decir porque lo sabía y porque es verdad. 


En el contexto de Rubio post La enfermedad mental, él para mí opera como un evangelista del realismo moral. Así funciona la crítica en Inrockuptibles, Diario, etc. Son textos que quieren alertar que no se está diciendo lo que se tiene que decir, que se armó un sistema para que se pueda participar del mundo cultural sin decir la verdad. ¿Y por qué en el mundo cultural? Creo que ahí Rubio hace una lectura de contexto y ve que a nivel político gobierna el peronismo, que de una forma u otra la cosa se acomoda. Pero sigue habiendo un quiste en el campo cultural, algo que no se mueve y que en algún momento se va a poner más jodido. Por eso en “La literatura argentina es el mal” está esa recuperación del barro. La literatura siempre fue guerra, ¿qué pasa que no hay más guerra? Ese estado de cosas le sirve a algunos, pero el resto está en babia. Hay una onda de que está todo bien, de que somos todos amigos. En Diario también, escribe contra ese sistema en términos de no pactar, de no decir “yo me pongo tu uniforme y vos me das de morfar”. 


Ahora querría decir algo sobre los poemas para comentar la particularidad que veo en los que quedaron afuera de la obra reunida –que terminaron siendo varios. Identifico un problema en esta misma línea de no pactar con el régimen establecido, y que puede ponerse en términos estrictos de filosofía política: una contradicción persistente entre la ley y la justicia. En El poema no es el tema hay dos poemas más largos que cierran el libro. En el primero se lee: “Tenés el derecho básico y fundamental de estar vivo. / Tenés el derecho de estar muerto. / Tenés el derecho a encomendarte a San La Muerte, / Tenés el derecho a tener tu religión, / La que quieras”. Después sigue una meditación sobre la libertad de fundar una religión. Acá ya se ve, por omisión, que el derecho realmente existente es metafísico, abstracto. No tenemos ningún derecho real al bienestar material. El poema siguiente, titulado “La reforma”, dice: “Artículo 1. Tierra, trabajo, libertad, educación y alimentación. Estos son los componentes materiales necesarios para fomentar lo que Theodor Adorno denomina la felicidad corpórea del individuo, objetivo principal de la política”. Este hilo recorre varios textos. El problema no es hacer cumplir la ley, sino refundarla.


En este período aparece una posibilidad de agencia, aunque sea desesperada, del lado de la sociedad civil. La ley de la socialdemocracia es injusta, y ese es el diagnóstico necesario para empezar a actuar. En Wachiturros, por ejemplo, se lee: “El negocio de la prostitución demuestra patentemente que no hay ley versus transgresión de la ley, sino sólo una zona gris donde ley y transgresión se encuentran, se alejan, se conocen y negocian”. Es como si la conciencia de que desde que entramos en neonatología no somos ni libres ni iguales inhibiera la posibilidad de patalear, de demandarle a otro. O se actúa o se revienta. En palabras de Rubio, “se acaba el nacer y empieza el hacer y el ser hecho”. Uno de los ensayos del libro se trata de un gran cliché del progresismo cultural: la decadencia de la cultura. Pero si bien quejarse es un derecho adquirido, no apunta a ninguna solución. Cito: “Si uno dice que según los códigos auditivos y visuales toda reproducción de los Wachiturros y los mismos Wachiturros deberían ser prohibidos, traiciona a la experiencia primera, que es simplemente: ahí están los Wachiturros, algo hay que hacer”. 


Esta idea de experiencia primera aparece en general como un índice intuitivo de la moralidad. En términos de filosofía política moderna, cuando la ley es perversa, insoportable, se cae en algo peor: el estado de naturaleza. Todos contra todos, cada uno con su intuición, apelando a algo más alto. No es lo mejor, pero es lo que hay. En un poema de El poema no es el tema, un pony le rompe el esternón a alguien de un cabezazo en un cumpleaños. La conclusión del poema es: “queda entre el horror y el trago de vino / el súbito de una ocasión de justicia”. Cuando no hay ley, la justicia es justicia por mano propia. 


En Moral aparece ese problema en términos de corrupción. Dentro de este extraño ensayo sobre la moral (“La moral es una cuestión psi-co-ló-gi-ca. Mal y bien dentro de mi cabeza”), hay un relato sobre un policía violento y corrupto. “El perro guardián que cuida al policía me cuida o no me cuida a mí. Recién empiezo y ya sé que necesito un arma. Técnica, no moral, herramientas, instrumentos, grandes máquinas, para salvar mi vida de las horrendas fauces”. El policía le susurra al oído al protagonista: “No hay bien (...), no hay ley: yo la represento”. En el presente, para pensar y actuar conforme a la justicia, para ser un moralista, no se puede estar del lado de la ley injusta. 


Ante este diagnóstico, ¿qué queda? Hay en Iron Mountain, el último libro publicado, un poema alentador (“Esperanza”): “Nosotros, inermes, / confiamos en los vastos números. / Cfr. la historia rusa”. Si se puede seguir pensando en términos de “qué hacer”, es contra la ley metafísica, hacia la justicia material realizada a través de la organización. Para ser realista y moralista hay que estar pendiente de tres elementos principales: las mayorías, la justicia social (es decir, material) y la acción política. 



Acá aparece otro aspecto que no tiene ningún otro poeta de su generación, y yo creo que de ninguna posterior: su locura. No lo digo en términos de salud mental o diagnóstico, que no tengo ni idea. A lo que apunto es a que Rubio es el único que abandona la paranoia, la conspiración, el diagnóstico. Tiene una certeza absoluta y se la pasa actuando. Ve una presa y arranca, tiene un momento y la pudre. Cambia la crítica interna por el tiro a discreción. En eso me hace pensar en Fogwill; operan constantemente sin miedo, son atropellados. No le dedican demasiado tiempo, al menos eso parece, a pensar cuál es el momento perfecto. El diagnóstico es inquebrantablemente moral: ¿qué está bien? ¿Qué es verdad en este contexto? Con esa información mínima se procede. Y ese es el peronismo un poco perdido hoy –creo yo– que recupera Rubio: es peronista en lo que tiene de audaz, pragmático, resultadista y deseoso de tomar el poder. Si va hacia la justicia, el resto le chupa un huevo.


sábado, 8 de junio de 2024

Todo se rompe distinto - Sobre El traductor de Salvador Benesdra

 

Posted on 15 mayo, 202016 mayo, 2020Author zigurat

Turba y la vida de derecha

El traductor es una novela furiosa, acelerada, enorme. En casi setecientas páginas, cuenta dos años de la vida de Ricardo Zevi, un ex trotskista intelectual, judío sefaradí que trabaja en una gran editorial progresista llamada Turba. Situada a comienzos de los noventa en Buenos Aires, es el monumento de una era que comienza. Si los hechos históricos más representativos, la caída del muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética, son grandes catástrofes, lo que instauran para Zevi es una nueva vida. Como diagnóstico de la irrupción del neoliberalismo en la Argentina, puede emparentarse con Vivir afuera, de Fogwill. Pero si este último es un sociólogo que visita los márgenes en telos, autopistas y villas, Benesdra trabaja con la interioridad: es un psicólogo que escruta el alma de fin de siglo. El principal escenario de la novela, reconfigurado según el momento, es el Periscopio (como él llama a su departamento en la cúpula de un edificio que da a la 9 de Julio), pequeño y abigarrado. Lo que más oímos es el flujo de su conciencia, que va y viene sobre un nuevo mundo inestable.

Me dije que tal vez era cierto después de todo que las ideologías están muertas; me regodeé mirando por la ventana del bar cómo el sol caliente de la primavera de Buenos Aires comenzaba a fundir todas las convicciones del invierno. Sospechaba por primera vez que podía haber un placer en el vértigo de flotar en ese caldo uniforme que se había adueñado hacía tiempo de todos los espacios del planeta. El sol volcaba su fiesta de distinciones sobre todos los objetos de esa esquina, pero yo sentía que por todas partes estaba drenando una noche gris de gatos universalmente pardos, una apoteosis de la indiferenciación que por primera vez no lograba despertarme miedo.

El primer párrafo de la novela establece el clima que teñirá la nueva vida de Zevi. Las jerarquías y las convicciones se derriten para dar lugar al todo de la indistinción: la noche gris del mercado. Se configura así un espacio donde todo lo existente tiene un valor que lo vuelve comparable (y, por lo tanto, apto para ser reemplazado); como mercancía, todo gato es tan pardo como los demás. Esto es lo que Silvia Schwarzböck llama en Los espantos la vida de derecha: después de la dictadura, el proyecto económico neoliberal victorioso se disfraza de derrotado y, en ese mismo movimiento, clausura la posibilidad de pensar un orden social justo. Toda idea se enfrenta a las demás, pero siempre dentro del libre mercado de las opiniones y la socialdemocracia.

La editorial Turba, donde parecían residir los últimos restos hallables de humanidad y solidaridad, muestra rápidamente que los ideales emancipatorios no van en ella mucho más allá de los catálogos. “En todas partes hallaba el ojo avizor de Turba la miseria, la explotación y la revuelta contra la injusticia, el grito vivo de los hombres brotando de sus laceraciones sociales. Pero donde no se concebía que hubiera sufrimiento social era en la propia Turba”. Todos allí, desde dueños hasta empleados de depósito, pasando por editores ex militantes e intelectuales, muestran su mezquindad ni bien comienzan los despidos, la “reestructuración”. Emerge el cuchicheo de pasillo, por todas partes brota la sospecha y la especulación. Surgen premios arbitrarios para algunos, reasignaciones a tareas insólitas o directamente el cese de actividad para otros. Los dueños aparecen una vez para dar directivas confusas y luego desvanecerse.

En paralelo a la decadencia de Turba, la novela se adentra en el vínculo de Zevi con Romina, una joven salteña y adventista que conoce en un bar. Contrastan fuertemente, pero se husmean como animales extraños, entre la fascinación y la desconfianza. Cuando ella se le acerca por primera vez para entregarle unos folletos, Zevi piensa: “ahora me miraba con el gesto severo de los predicadores. Si venía a consolar angustias, disimulaba muy bien su piedad. Tampoco tenía yo la desolación que ella estaba buscando”. Pero los problemas no tardan en aparecer: Romina no tiene orgasmos. Ella pretende no darle importancia, pero poco a poco la cuestión se volverá una obsesión en Zevi, causa de reproches a sí mismo, de intentos delirantes por “estimularla” que desembocan en obvias frustraciones.

El castillo

Hasta aquí, todo parece apuntar a un clima de opresión generalizada. Reina por todas partes la sospecha, la especulación, la insatisfacción; tanto en su trabajo como en su relación, Zevi está acorralado. Cuando empieza a leer El castillo, (novela que, hasta entonces, nunca había podido terminar a pesar de ser un lector voraz) las afinidades de K. y Zevi podrían estar reafirmando una obviedad. Al igual que el agrimensor de la novela de Kafka, recibe órdenes sin sentido e indicios que más que orientarlo, lo sacan de quicio. El problema de ambos es que no hay un centro, un lugar visible de donde emane el sentido de lo que se comunica, de su función en una estructura mayor. El castillo (así como la dirigencia de Turba), blindado por la burocracia, es un Dios escondido que nunca deja reposar al protagonista sobre suelo firme. Ahora bien, si nombramos un libro al que se hace referencia en una novela repleta de libros (Zevi, antes que nada, es un erudito pre-Google que no para de citar y contraponer autores), no es por su similitud, sino por sus diferencias. El traductor se distancia radicalmente de Kafka a causa de una incontenible alegría que se cuela en todo momento. Zevi, así como no tiene la desolación que busca Romina ni el miedo que supone ser deshumanizado por el libre mercado, está cargado de una radiante alegría que se impone contra todo pronóstico. ¿Cómo se puede ser alegre en un escenario donde nada se sostiene, donde lo falso y lo precario empantanan todo intento de construcción de un sentido? Esa es quizás la pregunta central que da forma a la novela, y que no puede responderse por la inocencia ni por la locura.

Las mil y una noches

Si hay algo que Zevi indudablemente no es, es estúpido. Y, si tiene un rasgo común con los personajes de Fogwill, es su vasta inteligencia y sensibilidad (que nunca es sinónimo de blandura). Digo esto porque ser alegre en el desastre bien podría ser sinónimo de ser imbécil o loco. No sólo no es ése el caso, sino que tampoco lo que llamo alegría opaca en Zevi otras tonalidades afectivas como la desesperación o el desconcierto; más bien es una irrupción inconstante que resignifica el pasado y el futuro. Como las modulaciones en música. Por eso creo que, si El castillo explica cierto clima generalizado, cierto continuo de incomodidad y tensión, es otro libro sobre el que reflexiona el protagonista el que nos da la clave de los volantazos bruscos de la novela, de esos redireccionamientos inesperados que la hacen avanzar. Hablo de Las mil y una noches. Como todos sabrán, allí Sherezade debe inventar y narrarle historias al sultán para que le perdone la vida hasta la noche siguiente. Lo llamativo es que algunas noches, la joven cuenta muchas historias más después de la primera, y de a poco la correlación entre noches e historias se diluye hasta ser olvidada, dejando entender lo obvio: lo importante no era sobrevivir, sino crear. Es esa la alegría que lo inunda a Zevi cuando se recupera de cada sucesivo fracaso. Si la supuesta frigidez de Romina y el desmantelamiento de Turba funcionan como los dos núcleos que irradian la corrupción y decadencia de todo lo que sostenía la vida de Zevi, formando el suelo pantanoso sobre el que debe vivir, la necesidad de crear una forma nueva que lo haga habitable hace del proceso una gesta dionisíaca contemporánea.

Algo más

Hablando de Romina con su amigo Mario, Zevi ya está simultáneamente deslumbrado y herido: ama a una mujer y no puede complacerla. Mario, un amigo italiano y desfachatado que sigue atentamente a Zevi en sus elucubraciones, le sugiere que salga de ahí. “Esas minas no te las sacás más de encima”, “es una frígida, la vas a pasar mal”. Zevi es impermeable: “Me gustaría que lo que estás diciendo sea la pura verdad revelada. Pero no puedo dejar de pensar que algo de la falla es mía. Ya hice de todo para desbloquearla. Incluso cosas que ni llegué a contarte todavía. Pero a cada dos por tres me viene la idea de que todavía debe haber algo que se puede hacer. Algo que no se me haya ocurrido o a lo que no me haya animado”. Estas palabras toman matices que van desde lo tierno hasta lo cruel a medida que se proyectan sobre las distintas situaciones que viven los dos juntos.

Un momento de dulzura desopilante es por ejemplo cuando creen estar edificando sólidamente (como siempre, por primera vez) su relación en torno a: la práctica del ping pong. Brota con fuerza todo un discurso de la disciplina, el aprendizaje, las maravillas particulares de ese deporte pequeñito y un poco ridículo; para Zevi, la construcción de una forma de vida es algo sumamente serio, aún en sus configuraciones más extravagantes. Todo es celebrado en un estallido de alegría en la medida en que exprese nuevas fuerzas, aunque sea el ping pong como signo de la sutileza y la agilidad.

Otro campo de entrenamiento a la hora de crear se encuentra en los monólogos en que Zevi indaga profundamente los cimientos de su identidad. Uno de ellos, particularmente conmovedor, en que indaga su paradójica cualidad de judío sefaradí e intelectual (propiedad que le está estereotípicamente reservada a los judíos ashkenazim) lo conduce por un detenido repaso de los distintos momentos de la historia de sus ascendientes. A pesar de esa gran demostración de herencia y autoconocimiento, termina por preguntarse si la totalidad de su identidad judía no se reduce al odio al antisemitismo como lo peor del mundo. Algo similar sucede cuando piensa en sus raíces marxistas. Todos los procesos comenzados en este museo de historias humanas parciales que constituye la novela, terminan por autonegarse y hundirse en un pozo sin fondo, del que milagrosamente emerge siempre Zevi con un nuevo plan.

Lo malo que tienen las caídas demasiado graduales es que uno tiene todo el tiempo de readaptarse a cada nuevo escalón y de construirse una esperanza de retorno al nivel de origen o simplemente de buscarle todas las ventajas posibles a la nueva situación. Y cuando uno ya está bien instalado en esa nueva situación y tiene toda la piel de la esperanza sensible a lo que pueda venir, viene el nuevo porrazo y otro más y otro más y uno ni siquiera después de muchos logra quedar atontado porque lo agarraron demasiado fresco. Es el principio del buen torturador: dejar descansar a la víctima para que pueda sentir los golpes.

Así habla Zevi en los momentos en que siente que todo se está volviendo circular, que todo se regenera como lo mismo. Hay nuevas situaciones, pero los mismos golpes; todo en una misma caída. Y se ve tentado por la frustración, cree que debe deprimirse. No tarda en ver que eso no tiene nada que ver con él, que no se parece a Sísifo realizando la misma tarea una y otra vez. Zevi no es un torturado. Romina también sabe que no es la frustración la que lo define, y por eso se lo dice cuando realmente quiere herirlo. Él no puede creerlo. Lo único que le sale decir es “Pero carajo. La puta madre que lo parió”. Es una pelea salvaje, uno de los momentos más tensos del libro. Todo se transforma a partir de entonces, pero sólo porque peligra el gran proyecto. Si ella tiene razón, nada queda por inventar, sólo dejarse hundir en la noche gris de la indistinción.

Sin embargo, si hay una razón por la que Zevi además de obsesivo, loco y débil, es un héroe, es por su fidelidad. Quizás lo único esencial en un héroe es que no se traicione. A partir de entonces Zevi se aferra a las invenciones más crueles, se entrega a la cara sombría de la creación. A medida que cada nueva senda que emprende contra la corriente del sinsentido termina por disgregarse, lo que queda se vuelve cada vez más terrible. La alegría primera se vuelve siniestra porque no deja de ser alegre. Hay al respecto desgarradores diálogos cuando él se encuentra internado en el Borda, con los talones desgarrados por temblar contra las sábanas. Le habla de antipsiquiatría al director para que no lo mediquen, quiere organizar a los pacientes para rebelarse. La actividad de Zevi es siempre diferente, siempre vital, y siempre termina por romperse. Para dar lugar a algo nuevo.

Sentía en realidad que el propio desprestigio de la violencia, que era la nota más saliente de la hora, venía como anillo al dedo para esos cambios que añoraba. Tal vez porque los cambios no los esperaba siquiera en el aparato del Estado, que me parecía inaccesible e inutilizable para nada bueno en esos tiempos de auge liberal en el mundo. Pero esperaba algo así como que nosotros mismos cambiáramos.

El traductor es una novela sobre la fuerza de la creación, que siempre tiene la alegría de su propia potencia. Desde el comienzo acepta las condiciones en que existimos, y las transita sin omitir el dolor o la desesperación. Tampoco se regodea en el padecimiento. Toma lo que encuentra y hace otra cosa, mientras dure. Sin perder la esperanza de que cada vez se rompa distinto.

Si la persistencia de la alegría nos alejó de El castillo, el final de la novela confirma esta tendencia a la vez que acerca el devenir de Zevi a nuestra propia vida:

—No es feo como nombre Román, amor. ¿Pero por qué insistís tanto con que se llame Román?
—Porque significa novela en alemán y en francés. Y su origen es bastante novelesco.
—Pero no le vamos a contar cómo fue la novela, ¿No, amor?
—Eso no lo podemos decidir ahora. Pero creo que al paso que marcha el mundo, cuando Román tenga edad para preguntarse esas cosas nuestra historia ya le va a parecer a cualquiera más comprensible y menos novelesca.

El traductor. Salvador Benesdra. Ediciones de la Flor, 1996 / Eterna Cadencia, 2012. 670 páginas