Todo se rompe distinto - Sobre El traductor de Salvador Benesdra
Posted on 15 mayo, 202016 mayo, 2020Author zigurat
Turba y la vida de derecha
El traductor es una novela furiosa, acelerada, enorme. En casi
setecientas páginas, cuenta dos años de la vida de Ricardo Zevi, un ex
trotskista intelectual, judío sefaradí que trabaja en una gran editorial
progresista llamada Turba. Situada a comienzos de los noventa en Buenos Aires,
es el monumento de una era que comienza. Si los hechos históricos más
representativos, la caída del muro de Berlín y la disolución de la Unión
Soviética, son grandes catástrofes, lo que instauran para Zevi es una nueva
vida. Como diagnóstico de la irrupción del neoliberalismo en la Argentina,
puede emparentarse con Vivir afuera, de Fogwill. Pero si este
último es un sociólogo que visita los márgenes en telos, autopistas y villas,
Benesdra trabaja con la interioridad: es un psicólogo que escruta el alma de
fin de siglo. El principal escenario de la novela, reconfigurado según el momento,
es el Periscopio (como él llama a su departamento en la cúpula de un edificio
que da a la 9 de Julio), pequeño y abigarrado. Lo que más oímos es el flujo de su
conciencia, que va y viene sobre un nuevo mundo inestable.
Me dije que tal vez era cierto después de todo que las ideologías están
muertas; me regodeé mirando por la ventana del bar cómo el sol caliente de la
primavera de Buenos Aires comenzaba a fundir todas las convicciones del
invierno. Sospechaba por primera vez que podía haber un placer en el vértigo de
flotar en ese caldo uniforme que se había adueñado hacía tiempo de todos los
espacios del planeta. El sol volcaba su fiesta de distinciones sobre todos los
objetos de esa esquina, pero yo sentía que por todas partes estaba drenando una
noche gris de gatos universalmente pardos, una apoteosis de la indiferenciación
que por primera vez no lograba despertarme miedo.
El primer párrafo de la novela establece el clima que teñirá la nueva
vida de Zevi. Las jerarquías y las convicciones se derriten para dar lugar al
todo de la indistinción: la noche gris del mercado. Se configura así un espacio
donde todo lo existente tiene un valor que lo vuelve comparable (y, por lo
tanto, apto para ser reemplazado); como mercancía, todo gato es tan pardo como
los demás. Esto es lo que Silvia Schwarzböck llama en Los
espantos la vida de derecha: después de la dictadura, el proyecto
económico neoliberal victorioso se disfraza de derrotado y, en ese mismo
movimiento, clausura la posibilidad de pensar un orden social justo. Toda idea
se enfrenta a las demás, pero siempre dentro del libre mercado de las opiniones
y la socialdemocracia.
La editorial Turba, donde parecían residir los últimos restos hallables
de humanidad y solidaridad, muestra rápidamente que los ideales emancipatorios
no van en ella mucho más allá de los catálogos. “En todas partes hallaba el ojo
avizor de Turba la miseria, la explotación y la revuelta contra la injusticia,
el grito vivo de los hombres brotando de sus laceraciones sociales. Pero donde
no se concebía que hubiera sufrimiento social era en la propia Turba”. Todos
allí, desde dueños hasta empleados de depósito, pasando por editores ex
militantes e intelectuales, muestran su mezquindad ni bien comienzan los
despidos, la “reestructuración”. Emerge el cuchicheo de pasillo, por todas
partes brota la sospecha y la especulación. Surgen premios arbitrarios para
algunos, reasignaciones a tareas insólitas o directamente el cese de actividad
para otros. Los dueños aparecen una vez para dar directivas confusas y luego
desvanecerse.
En paralelo a la decadencia de Turba, la novela se adentra en el vínculo
de Zevi con Romina, una joven salteña y adventista que conoce en un bar.
Contrastan fuertemente, pero se husmean como animales extraños, entre la
fascinación y la desconfianza. Cuando ella se le acerca por primera vez para
entregarle unos folletos, Zevi piensa: “ahora me miraba con el gesto severo de
los predicadores. Si venía a consolar angustias, disimulaba muy bien su piedad.
Tampoco tenía yo la desolación que ella estaba buscando”. Pero los problemas no
tardan en aparecer: Romina no tiene orgasmos. Ella pretende no darle
importancia, pero poco a poco la cuestión se volverá una obsesión en Zevi,
causa de reproches a sí mismo, de intentos delirantes por “estimularla” que
desembocan en obvias frustraciones.
El castillo
Hasta aquí, todo parece apuntar a un clima de opresión generalizada.
Reina por todas partes la sospecha, la especulación, la insatisfacción; tanto
en su trabajo como en su relación, Zevi está acorralado. Cuando empieza a
leer El castillo, (novela que, hasta entonces, nunca había
podido terminar a pesar de ser un lector voraz) las afinidades de K. y Zevi
podrían estar reafirmando una obviedad. Al igual que el agrimensor de la novela
de Kafka, recibe órdenes sin sentido e indicios que más que orientarlo, lo sacan
de quicio. El problema de ambos es que no hay un centro, un
lugar visible de donde emane el sentido de lo que se comunica, de su función en
una estructura mayor. El castillo (así como la dirigencia de Turba), blindado
por la burocracia, es un Dios escondido que nunca deja reposar al protagonista
sobre suelo firme. Ahora bien, si nombramos un libro al que se hace referencia
en una novela repleta de libros (Zevi, antes que nada, es un erudito pre-Google
que no para de citar y contraponer autores), no es por su similitud, sino por
sus diferencias. El traductor se distancia radicalmente de
Kafka a causa de una incontenible alegría que se cuela en todo momento. Zevi,
así como no tiene la desolación que busca Romina ni el miedo que supone ser
deshumanizado por el libre mercado, está cargado de una radiante alegría que se
impone contra todo pronóstico. ¿Cómo se puede ser alegre en un escenario donde
nada se sostiene, donde lo falso y lo precario empantanan todo intento de
construcción de un sentido? Esa es quizás la pregunta central que da forma a la
novela, y que no puede responderse por la inocencia ni por la locura.
Las mil y una noches
Si hay algo que Zevi indudablemente no es, es estúpido. Y, si tiene un
rasgo común con los personajes de Fogwill, es su vasta inteligencia y
sensibilidad (que nunca es sinónimo de blandura). Digo esto porque ser alegre
en el desastre bien podría ser sinónimo de ser imbécil o loco. No sólo no es
ése el caso, sino que tampoco lo que llamo alegría opaca en Zevi otras
tonalidades afectivas como la desesperación o el desconcierto; más bien es una
irrupción inconstante que resignifica el pasado y el futuro. Como las
modulaciones en música. Por eso creo que, si El castillo explica
cierto clima generalizado, cierto continuo de incomodidad y tensión, es otro
libro sobre el que reflexiona el protagonista el que nos da la clave de los
volantazos bruscos de la novela, de esos redireccionamientos inesperados que la
hacen avanzar. Hablo de Las mil y una noches. Como todos
sabrán, allí Sherezade debe inventar y narrarle historias al sultán para que le
perdone la vida hasta la noche siguiente. Lo llamativo es que algunas noches,
la joven cuenta muchas historias más después de la primera, y de a poco la
correlación entre noches e historias se diluye hasta ser olvidada, dejando
entender lo obvio: lo importante no era sobrevivir, sino crear. Es esa la
alegría que lo inunda a Zevi cuando se recupera de cada sucesivo fracaso. Si la
supuesta frigidez de Romina y el desmantelamiento de Turba funcionan como los
dos núcleos que irradian la corrupción y decadencia de todo lo que sostenía la
vida de Zevi, formando el suelo pantanoso sobre el que debe vivir, la necesidad
de crear una forma nueva que lo haga habitable hace del proceso una gesta
dionisíaca contemporánea.
Algo más
Hablando de Romina con su amigo Mario, Zevi ya está simultáneamente
deslumbrado y herido: ama a una mujer y no puede complacerla. Mario, un amigo
italiano y desfachatado que sigue atentamente a Zevi en sus elucubraciones, le
sugiere que salga de ahí. “Esas minas no te las sacás más de encima”, “es una
frígida, la vas a pasar mal”. Zevi es impermeable: “Me gustaría que lo que
estás diciendo sea la pura verdad revelada. Pero no puedo dejar de pensar que
algo de la falla es mía. Ya hice de todo para desbloquearla. Incluso cosas que
ni llegué a contarte todavía. Pero a cada dos por tres me viene la idea de que
todavía debe haber algo que se puede hacer. Algo que no se me haya ocurrido o a
lo que no me haya animado”. Estas palabras toman matices que van desde lo
tierno hasta lo cruel a medida que se proyectan sobre las distintas situaciones
que viven los dos juntos.
Un momento de dulzura desopilante es por ejemplo cuando creen estar
edificando sólidamente (como siempre, por primera vez) su relación en torno a:
la práctica del ping pong. Brota con fuerza todo un discurso de la disciplina,
el aprendizaje, las maravillas particulares de ese deporte pequeñito y un poco
ridículo; para Zevi, la construcción de una forma de vida es algo sumamente
serio, aún en sus configuraciones más extravagantes. Todo es celebrado en un
estallido de alegría en la medida en que exprese nuevas fuerzas, aunque sea el
ping pong como signo de la sutileza y la agilidad.
Otro campo de entrenamiento a la hora de crear se encuentra en los
monólogos en que Zevi indaga profundamente los cimientos de su identidad. Uno
de ellos, particularmente conmovedor, en que indaga su paradójica cualidad de
judío sefaradí e intelectual (propiedad que le está estereotípicamente
reservada a los judíos ashkenazim) lo conduce por un detenido repaso de los
distintos momentos de la historia de sus ascendientes. A pesar de esa gran
demostración de herencia y autoconocimiento, termina por preguntarse si la
totalidad de su identidad judía no se reduce al odio al antisemitismo como lo
peor del mundo. Algo similar sucede cuando piensa en sus raíces marxistas.
Todos los procesos comenzados en este museo de historias humanas parciales que
constituye la novela, terminan por autonegarse y hundirse en un pozo sin fondo,
del que milagrosamente emerge siempre Zevi con un nuevo plan.
Lo malo que tienen las caídas demasiado graduales es que uno tiene todo
el tiempo de readaptarse a cada nuevo escalón y de construirse una esperanza de
retorno al nivel de origen o simplemente de buscarle todas las ventajas
posibles a la nueva situación. Y cuando uno ya está bien instalado en esa nueva
situación y tiene toda la piel de la esperanza sensible a lo que pueda venir,
viene el nuevo porrazo y otro más y otro más y uno ni siquiera después de
muchos logra quedar atontado porque lo agarraron demasiado fresco. Es el
principio del buen torturador: dejar descansar a la víctima para que pueda
sentir los golpes.
Así habla Zevi en los momentos en que siente que todo se está volviendo
circular, que todo se regenera como lo mismo. Hay nuevas situaciones, pero los
mismos golpes; todo en una misma caída. Y se ve tentado por la frustración,
cree que debe deprimirse. No tarda en ver que eso no tiene nada que ver con él,
que no se parece a Sísifo realizando la misma tarea una y otra vez. Zevi no es
un torturado. Romina también sabe que no es la frustración la que lo define, y
por eso se lo dice cuando realmente quiere herirlo. Él no puede creerlo. Lo
único que le sale decir es “Pero carajo. La puta madre que lo parió”. Es una
pelea salvaje, uno de los momentos más tensos del libro. Todo se transforma a
partir de entonces, pero sólo porque peligra el gran proyecto. Si ella tiene
razón, nada queda por inventar, sólo dejarse hundir en la noche gris de la
indistinción.
Sin embargo, si hay una razón por la que Zevi además de obsesivo, loco y
débil, es un héroe, es por su fidelidad. Quizás lo único esencial en un héroe
es que no se traicione. A partir de entonces Zevi se aferra a las invenciones
más crueles, se entrega a la cara sombría de la creación. A medida que cada
nueva senda que emprende contra la corriente del sinsentido termina por
disgregarse, lo que queda se vuelve cada vez más terrible. La alegría primera
se vuelve siniestra porque no deja de ser alegre. Hay al respecto desgarradores
diálogos cuando él se encuentra internado en el Borda, con los talones
desgarrados por temblar contra las sábanas. Le habla de antipsiquiatría al
director para que no lo mediquen, quiere organizar a los pacientes para
rebelarse. La actividad de Zevi es siempre diferente, siempre vital, y siempre
termina por romperse. Para dar lugar a algo nuevo.
Sentía en realidad que el propio desprestigio de la violencia, que era
la nota más saliente de la hora, venía como anillo al dedo para esos cambios
que añoraba. Tal vez porque los cambios no los esperaba siquiera en el aparato
del Estado, que me parecía inaccesible e inutilizable para nada bueno en esos
tiempos de auge liberal en el mundo. Pero esperaba algo así como que nosotros
mismos cambiáramos.
El traductor es una novela sobre la fuerza de la creación, que
siempre tiene la alegría de su propia potencia. Desde el comienzo acepta las
condiciones en que existimos, y las transita sin omitir el dolor o la
desesperación. Tampoco se regodea en el padecimiento. Toma lo que encuentra y
hace otra cosa, mientras dure. Sin perder la esperanza de que cada vez se rompa
distinto.
Si la persistencia de la alegría nos alejó de El castillo, el
final de la novela confirma esta tendencia a la vez que acerca el devenir de
Zevi a nuestra propia vida:
—No es feo como nombre Román, amor. ¿Pero por qué insistís tanto con que
se llame Román?
—Porque significa novela en alemán y en francés. Y su origen es bastante
novelesco.
—Pero no le vamos a contar cómo fue la novela, ¿No, amor?
—Eso no lo podemos decidir ahora. Pero creo que al paso que marcha el mundo,
cuando Román tenga edad para preguntarse esas cosas nuestra historia ya le va a
parecer a cualquiera más comprensible y menos novelesca.
El traductor. Salvador Benesdra. Ediciones de la Flor, 1996 / Eterna
Cadencia, 2012. 670 páginas
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