Monjeau, un doloroso final
Federico Monjeau dirigió la revista Lulú, integró el comité editor de Punto de Vista, escribió excelentes ensayos y libros sobre música. Para mí, esencialmente, fue uno de los mejores profesores que conocí. No sabía quién era cuando mi novia de ese momento me propuso cursar Estética Musical, la materia que él dictaba. Me dijo que había sido de los primeros en interesarse seriamente por Schönberg acá, o algo así. Cuando empezamos a cursar vimos que era mucho más; nos enamoramos con su forma calma de dar clases en una Facultad de Filosofía y Letras vacía, silenciosa como siempre que se iba de mañana. Nosotros éramos (somos) de la carrera de Filosofía, y la actividad de escuchar y analizar obras musicales con tanta atención nos resultaba totalmente novedosa.
Cuando terminaban sus clases se imponía el desconcierto. Para nuestros compañeros de Artes, la carrera a la que oficialmente correspondía la materia, era una cursada extraña. Monjeau leía largos párrafos de Adorno, Mann o Proust; hablaba de algo que no era ni el Arte ni la Filosofía, ni la Música concretamente. No estaba claro qué era lo que teníamos que entender, pero yo salía siempre con alguna frase suya clavada. Hablando de la belleza natural, recordaba un pasaje de A la sombra de las muchachas en flor: el protagonista se cruza con tres árboles en un paseo en coche que le producen una dicha incompleta. “Mi ánimo tenía la sensación de que ocultaban alguna cosa que él no podía aprehender”. Sin poder responderse ninguna de las preguntas que se le presentan, ve cómo los árboles se alejan tras el coche como agitando los brazos. Como si le dijeran:
Lo que tú no aprendas hoy de nosotros nunca lo podrás saber. Si nos dejas caer en el camino ese desde cuyo fondo queríamos izarnos a tu altura, toda una parte de ti mismo que nosotros te llevábamos volverá para siempre a la nada.
En busca del tiempo perdido: a la sombra de las muchachas en flor, Marcel Proust
El texto corresponde a Proust, obviamente, y no a Monjeau. Pero yo nunca había escuchado nada parecido adentro de un aula. Una reflexión tan extraña y genial para entender qué es lo que hace de la naturaleza algo bello. Esa era una de sus particularidades; no exponía razonamientos, no se preocupaba demasiado porque pudiéramos recrear las argumentaciones. Quería mostrarnos cosas valiosas, como esa. Cuando me senté a escribir esto, estaba preocupado por no recordar la cita con precisión. Solo recordaba que había una frase leída por Monjeau que resonó por mucho tiempo adentro mío. La encontré en uno de los cuadernos de esa cursada, resaltado y con tres signos de admiración en el margen.
Monjeau mantenía un tipo de gracia que se debe estar extinguiendo. Una especie de aristocracia empobrecida (si bien no era pobre) que lo dejaba vivir entre nosotros manteniendo la distinción. Los recesos de sus clases se estiraban porque iba comprar café hasta el bar El Orgullo. “Es el único café decente que se puede conseguir por acá”, nos decía a los indecentes que comprábamos café en el kiosco. Hubo una clase sobre John Cage en la que nos mostró las Six Melodies en un viejo reproductor de CDs que trajo de su casa. La delicadeza de las piezas, el día nublado y la voz de Monjeau explicando la composición promovían un ambiente casi místico. Repitió una frase en el piano. La última nota estaba totalmente desafinada, por lo que se mezcló con risas y gestos de resignación antes de apagarse.
Esa lucha constante por mostrar el valor de las obras fue el aprendizaje más grande que me dejó. En última instancia, mostrar esas piezas de Cage respondía principalmente a la necesidad de mostrar la grandeza del compositor. En esa clase yo entendí que no era sólo un tipo que hacía cosas raras, un músico chasco cuya principal composición eran cuatro minutos y medio de silencio. Todo el esfuerzo pedagógico de Monjeau estaba puesto, si se quiere, en que aprendiéramos a valorar alguna música. No toda la música, eso era inabarcable. Quería mostrarnos algo de valor y que nosotros pudiéramos reconocerlo. Ni siquiera era importante que nos guste, no tenía que ver con eso.
Sus lecturas de Adorno no estaban destinadas a entender a Adorno. Él hablaba del valor de las obras, de cómo teníamos que poner tanta sensibilidad como inteligencia para escuchar a los compositores. Yo no sabía si entendía algo, pero me fascinaba. Nunca escuché tanta música como cuando cursaba con él; de repente cada detalle tenía importancia. Horas y horas de Schönberg, Feldman, Cage, Ligeti, y Kagel, entre otros, guiadas por las indicaciones simplísimas de Monjeau. Empecé a creer que podía pensar musicalmente sin ser un erudito, nada más viendo el valor en el material propuesto como lo hacía él.
Cuando llegó el momento de entregar el trabajo final, nos comentó cómo escribir una monografía: nos dijo que debía ser como una conversación entre dos personas cultas, inteligentes – hizo un gesto como aludiendo a nosotros. Una discusión honesta y respetuosa, sin erudición ni palabrerío. Yo quería abrazarlo. Nos proponía que jugáramos a ser un poco como él, a pensar en la música y decir algo relevante. No quería citas largas, bibliografía secundaria, papers actuales, nada de eso.
Cuando entregué mi trabajo y fui a rendir el final, me dijo que a veces los exámenes eran sólo conversaciones. “Está bien el trabajo, charlemos un poco”. Me preguntó algunas cosas sobre mi relación con la música (por ser de Filosofía y no de Artes), y después me pidió que le comentara algunas cosas que me hubieran interesado de la cursada. De una forma muy torpe le pude decir que había entendido que la música dodecafónica era mucho más que apilar notas de una serie, que no entendía cómo me había empezado a gustar Schönberg. Me sonrió. “Yo pensaba que cualquiera podía hacerlo, ahora entiendo que me das la serie a mí y hago cualquier porquería”. Se río y me dijo que él también.
No me acuerdo si se lo escuché o lo leí, pero Monjeau decía que los finales eran lo único común a todas las piezas musicales. Podían variar instrumentos, duraciones, métodos de composición, etc. Pero todas las piezas debían en algún momento fundirse en el silencio. Era otra de esas frases que se me quedaban metidas sin saber por qué. No me revelaba nada concreto y sin embargo me decía algo importante, algo en lo que pensar. La semana pasada, una amiga que me encontré en un bar me dijo que Monjeau estaba muy mal de salud. Yo no pensé en ningún momento en los finales, porque todavía quería volver a asistir a sus clases y leer sus textos los domingos.
Hoy me enteré por otra amiga que sabía de mi devoción. Me escribió que había muerto Monjeau. Haberlo tenido como profesor fue muy importante para mí. Hizo que la música fuera parte de mi vida en un sentido distinto del que conocía. Me mostró una forma de pensar y escribir más vinculada a la honestidad y la simpleza que a la erudición. Lamento mucho su temprana partida, a muchos más les va a hacer falta conocerlo.
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