Fumar Fogwill industrial

 

Fogwill fue leído antes como narrador que como poeta, al menos en profundidad. Si bien la fórmula “gran cuentista, pésimo poeta” lo enervaba, nadie se tomó el trabajo de refutarla. Él tampoco. Habría que ver si esa fórmula es en primer lugar verdadera; y si lo es, si se refiere a dos términos aislados o a una relación causal entre ambos. Es decir, si no es un gran cuentista gracias a sus pésimos poemas.

Poesía como método

En sus propias palabras, Fogwill daba una mayor importancia literaria a la poesía que a la narración. Por lo que dice en una entrevista realizada en 2002, se consuela narrando; pero en verdad espera a la aparición del poema.1 Esa postura va en contra de la afirmación de Beatriz Sarlo, según la cual Fogwill escribió siempre poesía “en diálogo con sus novelas, como impulso o como descarga”. Esto podría tener sentido con Saer2 (el otro ejemplo que ofrece Sarlo), pero no con Fogwill. Su producción poética es sostenida en el tiempo, a la vez que el autor la defiende, comenta y lee en público. No está subordinada a una narrativa que acompaña tímidamente. Tan importante es la poesía de Fogwill en la totalidad de su obra, que podríamos ubicar en ella sus principales momentos de creación.

Esto último suena, obviamente, falso. Los textos más conocidos por su radicalidad son cuentos o novelas, y en materia de poesía Fogwill ha recurrido reiteradas veces a formas clásicas sin lanzarse a la experimentación propia de sus congéneres (Leónidas y Osvaldo Lamborghini, Perlongher, incluso Viel Temperley). Cuando digo que la creación literaria de Fogwill se hace presente en su poesía, me refiero a que ahí se trasluce el método que utiliza para crear. Si encontramos a veces torpeza o monotonía, es porque en Fogwill la poesía es método puro: una serie de operaciones del pensamiento que permiten dar sistemáticamente con algo nuevo.

Fumar: un aprendizaje

El cigarrillo es un tema constante en la literatura y en la vida de Fogwill. Quizás sea el tema, por el cual finalmente murió. Pero deberíamos hacer una distinción entre los dos sentidos que fumar tiene para él. Como práctica social, en una lectura científica, fumar es un índice de posiciones y hábitos (“Mi mamá era rubia y fumaba, lo cual era un estigma para mí de chico”; “Siguió pasándome alfajores y prendiéndome los 555, y noté que fumaba su marca –Camel– cada vez que prendía para los dos. Algo semejante les debe suceder a quienes se aman, creo”). Sus cuentos están llenos de estos signos, donde las marcas y tipos de cigarrillo codifican relaciones sociales. Pero no es ése el sentido de fumar que nos ocupa ahora especialmente.

Como acción conceptualizada, por otra parte, fumar tiene una ligadura íntima con el pensamiento. Porque introduce una forma, un ritmo propio del pensar. Tal como lo plantea en La filosofía: un destino menor, “fumar es una forma de certidumbre humana para llenar ese vacío de saber”. Es, primero, una detección de la finitud y la ignorancia; segundo, la permanencia ante el terror gozoso de ignorar. El fumador se detiene ante un abismo forzado por el pensamiento. Respetar esa perplejidad es lo que para Fogwill permite salirse de lo que la intelectualidad exige, lo que llama “el teatro representativo burgués”. Saber fumar es evadirse del circuito de reconocimientos, cargos, favores y yugos del mercado cultural.

Pero esta función pasiva del fumar no es suficiente para Fogwill, que une pensamiento y creación. Esta actividad se convierte en un procedimiento cognitivo esencial en la medida en que implica tragar repetitivamente algo sucio del mundo, contaminarse para largar una nube elaborada a pequeña escala. El humo del tabaco, al corporizar el intercambio respiratorio constante entre el mundo y una suerte de interioridad, es un principio de comprensión.

Razones para especular

Si Fogwill tiene una inteligencia inhumana, una relación de excesivo entendimiento del mundo, es porque vive fragmentándolo para abarcarlo. Ése es un polo de la operación: la inhalación breve de una fracción del mundo, su incorporación. Del otro lado está el enorme centro de cómputos que podríamos llamar interioridad. Como en Restos diurnos, los despertares se repiten, pero sedimentan en el narrador. Como en Versiones sobre el mar, el oleaje va y viene, pero transforma al poeta en cada recorrido.

Esta intoxicación formativa del sujeto implica, en una segunda instancia, su capacidad de comprender y operar en el mundo. Marcas (de autos y cigarrillos, como notó Borges), partes del cuerpo y enfermedades, grupos económicos, agrupaciones políticas, nombres propios, comportamientos tipificados, formas de hablar: todo entra en una máquina de clasificación y combinación fogwilliana, desde la cual pueden tanto interpretarse fenómenos reales o producirse ficción. Hablando de un artículo suyo y las razones para escribirlo, dice:

[Lo escribí] en una revista de una escisión tardía del PCA, atrasada tres años de la de Ferrari, que tanto tuvo que ver con el mundillo de las ciencias sociales y con la legitimación del guerrillerismo exportado del caribe en el marxismo tradicional argentino. Cierto que ya habían madurado experiencias de terrorismo entre los troscos de Moreno y había madurado bastante el grupo de Bengochea, y estaba la izquierda de Barrio Norte, psicologuitos, narcofreudianos, lisérgicoguevaristas que rodeaban al entonces famoso Dr. Fontana, pero toda esa gente estaba tan lejos de emprender la lucha armada como de leer El capital…  

Esta necesidad de 1) evadirse del circuito representativo y 2) comprenderlo a partir de un yo que descompone la realidad en pequeños elementos discretos, tiene su razón de ser en una situación política más amplia. Fogwill opera partiendo de un diagnóstico de la política cultural heredada del Proceso: a partir de la primavera democrática, el sector político se dispone a abstraer la cultura de las instituciones para emplazarla en el tiempo libre como un placer elevado. La cultura pasa a ser algo administrado desde el poder. Ante la alianza entre funcionarios, editoriales y medios de comunicación, pretender mantener la inmanencia de la cultura en la vida está destinado al fracaso. Por eso el único objetivo de Fogwill es poder influir en cómo se pierde. Como dice en Canto de marineros en las pampas:

Ganar era lo que querían los más, que eran los más ilusos. Los menos, ya desde antes de arrancar querían ganar pero se contentaban con perder siempre que les dieran la ocasión de perder al modo propio y no al que elijan los favorecidos por la fortuna de ganar.

 

La única forma de perder al modo propio, en el terreno que descubre Fogwill, es calcular. Porque permite ver las tendencias, oportunidades e idioteces. Calculando, Fogwill compara cursos de acción, por lo que puede desviarse (“La cola”); averigua el beneficio del enemigo, por lo que puede negociar (Memoria romana”); simula intimidad, con lo que puede seducir (“La chica de tul de la mesa de enfrente”). La otra opción, la que debe eludirse a toda costa, es la de no calcular, impedirse el acto de pensar, formar parte de la “pobre gente”:

Ahora comprendo por qué asentí cuando el señor Sabato me dijo “pobre gente”: no pueden calcular. ¿No pueden rebelarse contra el absurdo de continuar en la cola y volver al calor de sus casas?

Ensayos para exhalar

Fumar funciona entonces como un modelo metódico de la aprehensión cognitiva fogwilliana. Pero la expresión, esa forma invasiva de exhalar, toma diferentes cursos en las facetas de su obra. Para acercarnos a nuestro propósito original, entender y evaluar a Fogwill como poeta, falta un pequeño rodeo más. Porque el tipo de poeta con el que quiere identificarse –Eliot, Pound, Borges y Lamborghini3, entre otros– integra dentro de su obra dos mitades: una ensayística-crítica que diagnostica un estado de situación, y una poética que responde a ese análisis. Si bien ambos planos se cruzan constantemente, en Fogwill predomina una lectura política y sociológica –digamos, del afuera– en los ensayos, y una verbal y egológica en poesía. Mientras los textos en prosa que se recopilaron en Los libros de la guerra revelan el estado de la sociedad, su Poesía completa recorre las vetas del Yo que se deja intoxicar por ese afuera diagramado.

La relación entre ensayos y poesía en Fogwill va más allá del intenso diálogo conceptual que se genera entre ambos géneros. Si fuera sólo eso, tendríamos que incluir la narrativa en el análisis. La separación entre un grupo de ensayos + poesía y otro de novelas + cuentos reside principalmente en procedimientos formales. Como citábamos al principio, Fogwill se choca con la tiranía de la trama a la hora de narrar. Los sucesos avanzan porque lo pide el texto mismo, aun cuando su método pretenda hacer otra cosa. Es por esta razón que sus cuentos son su producción más efectiva: logran el equilibrio perfecto entre la invención fogwilliana –producto de su metódico pitar– y las exigencias de una trama que le impone su estructura. En las novelas, en cambio, tienden a generarse lagunas porque la trama pide más de lo que se puede; Fogwill se queda sin aire. Hablando de En otro orden de cosas, dice: “Este capítulo es deliberadamente aburrido. Estaba sin talento”.4

En los ensayos no hay tal tiranía propia del género. Si la obra ensayística de Fogwill no responde íntegramente a su visible espiración, es porque el afuera al que se dirige le otorga una estructura. Ya no es la trama, sino los innumerables enemigos que Fogwill elige, lo que pone coto a su método. Desde su génesis, todos estos textos están dirigidos a objetivos concretos: apuntan a personalidades –como Enrique Vázquez, Sabato o Zito Lema; prácticas –como el aborto o la lucha armada; y dispositivos culturales –como lo que llama “el show del horror” o “la herencia semántica del proceso”.

Pedir fuego en la tierra baldía

La poesía, entiende, está librada a su propia música. No tiene ataduras de ningún tipo; lo único importante es captar ese ritmo que se le presenta y exponerlo con prolijidad. El problema es –y esto tiene como resultado tanto éxitos como fracasos– que la música de Fogwill es la sonoridad subjetiva del mismo Yo producido por su método. Cuando habla de poder hacerle caso a esa música habla nada más que de sí mismo, de la auto-contaminación lograda al inhalar y ordenar el mundo exterior según criterios propios.

Dicho en otras palabras, lo que se libera efectivamente en los poemas no es la música, es el método aplicado a las palabras. Los poemas de Fogwill son casi siempre método puro: sedimentación verbal en la memoria + invención a partir de la variación combinatoria de los elementos propuestos.

El mismo mar nos pierde; nos encuentra y nos pierde. Tema de las olas: se arman, desobedecen, las crea el viento –¿su amor?– y se derrumban para volver a armarse con restos de olas anteriores, idénticas.

En el comienzo de “Versiones sobre el mar”, poema en prosa de 1985, tenemos todos los elementos que Fogwill elaborará en el resto del texto y en las versiones posteriores: el mar, las olas, la pérdida, el amor-armar y cómo todo eso construye un efecto de identidad. Es un poema sobre el mar dedicado a un nadador-publicista (Héctor Viel Temperley, también poeta) donde el oleaje expresa algo del tejido social humano.

Cuerpos y ondulaciones de esos cuerpos marcan su breve descomposición. Y sus formas marcan nuestra leve recomposición. ¿Amar…? Sí: y en ese mar perderse. Llamar perderse a un extravío: mar amarillo, mar amariconado, la mar. La amarga superficie que nos refleja y nos revela plegándose sobre sí, sobre nos.

La relación entre el mar como movimiento interno de la identidad y el tejido social como su correlato no es estrictamente metafórica. Más bien es un flujo de variaciones verbales que intenta expresar la continuidad, la consistencia de un mundo poético que los reúne. Por eso todo el aparato de sinónimos (perder-extraviar), etimologías (la mar), elementos verbales (sí-nos) está puesto al servicio de ese tránsito. En el sistema ideado por Fogwill, escribir, pensar y oír son fuerzas productivas de realidad.

El mar semeja, el mar conduce, el mar identifica el mar es un Estado de la materia. Y el mar crece con la acumulación de poemas de mar. Pero jamás conocerás tu verdadero mar: lo que difiere de los usos humanos del mar.

¿Es un sistema ideal? Pareciera que no, a la hora de escribir poesía. Porque tiende a imponérsele a todo, como si el poema pusiera en funcionamiento una maquinaria sin restricciones para lograr sus fines. Crecer acumulativamente plegando vastas secciones de la realidad parece obligar a Fogwill a la torpeza. Por ejemplo, un poema de Las horas de citar, comienza:

He comenzado

un largo

poema.

 

Un largo

trecho

me aparta

del poema

 

Y uno responde “uh, la puta madre”, en prosa. Porque sabe que el largo trecho estará plagado de repeticiones, variaciones y proximidades arbitrarias de las palabras “largo”, y “poema”, más despliegues de formas de decir-pensar las separaciones y distancias. Eventualmente aparecerán nuevas palabras con las que rumiar y relamerse: “diferencias”, “verso”. Es como si el cigarrillo que uno fuma junto a Fogwill se dilatara demasiado para continuarse en otros que, a la mañana siguiente, desembocarán en un asqueroso gusto a cenicero. Son veintiséis páginas con algún hallazgo y muchísimas operaciones que parecieran obligadas.

¿Es un sistema ideal? Sí. No por idóneo: sino por ser una forma absoluta de distribuir racionalmente la realidad. La poesía de Fogwill es ideal en el sentido que inquietó a la Filosofía por tantos años: ¿cómo descubrir las verdaderas relaciones entre las cosas? Según Fogwill, se advierten en su despliegue sonoro. No cabe hablar de materialidad del lenguaje, porque incluye toda la realidad, atribuye valor incluso a las sensaciones más silenciosas. El tabaco de Fogwill es industrial, con papel grueso y aros de pólvora, para intoxicarse sin concesiones. Impregna hasta lo más bajo.

Podemos decir que su trabajo es sin dudas programático. La técnica de repetición con variaciones leves es común a casi toda su obra poética, al igual que muchos de sus temas. La cuestión es si el programa puede no ser excesivo, si los engranajes del poema pueden dejar algo para uno más allá de llevar al máximo una técnica.

¿Por el placer de fumar?

La sensación de que a la tierra baldía de Fogwill le haría bien un miglior fabbro que recorte malezas se repite a medida que avanza la lectura. Esto no sería demasiado problema; al final, a Eliot también le sirvió. La cuestión es evaluar las razones por las que la poesía de Fogwill (¿no?) funciona y cómo. Y por qué, aun así, la afirmación de Beatriz Sarlo de que la Poesía completa de Fogwill es “indispensable” es tan banal como acertada.

En primer lugar, está la fantasía fogwilliana de que la poesía (su poesía) no obedece más que a sí mismo y a la captura de una música anterior a la conciencia. Es verdadera, pero en muchos casos perjudicial para los propios textos. Porque la absolutización del Yo, aun cuando sea un Yo inmenso capaz de cargar con todas las determinaciones posibles de lo real, garantiza antes la arbitrariedad que la creación espontánea. O hace que ambos momentos coincidan. En el abandono de la objetividad, no como admiración a la cosa, sino como legislación exterior al sujeto para la construcción poética, Fogwill cae del otro lado y pierde la libertad para pensar que siempre predicó. El sistema (propio) lo encierra (“Escuchame, vos pensás que vas a hacer una sociedad en la cual a la mañana sos juez, a la tarde pescador y a la noche violinista, viste, como en La ideología alemana, y terminás haciendo el gulag”).

En segundo lugar, el presupuesto casi romántico de la poesía como totalidad emanada del sujeto, la abstrae de los fenómenos concretos. Por eso, en la concepción de Fogwill, este arte carga con la contradicción que señala su Llamado por los malos poetas:

Se necesitan malos poetas.

Buenas personas, pero poetas

malos. Dos, cien, mil malos poetas

se necesitan más para que estallen

las diez mil flores del poema.

 

Que en ellos viva la poesía,

la innecesaria, la fútil, la sutil

poesía imprescindible. O la in-

versa: la poesía necesaria,

la prescindible para vivir.

 

La poesía es innecesaria porque se desentiende de las pavadas cotidianas, porque no aporta utilidad. En cambio, es imprescindible en la medida en que está detrás de las articulaciones más básicas de la sociedad, la métrica del pensamiento; los sentimientos, precisamente, inútiles. La relación entre lo banal y lo desinteresado es necesariamente ambigua. En ese doble sentido, la poesía se vuelve tanto pura e improductiva –en su mejor sentido– como superficial e ingenua. Fogwill descubre esa confusión, pero ella lo traiciona en sus propios poemas.

Así pensada, la poesía no se hace cargo más que de sí misma. En su purificación, Fogwill la paraliza totalmente. Cuando enumera con ironía formas estúpidas de escribir poemas, la última es “Una poesía explosiva: etarra, ética,/ poéticamente equivocada”. La afirmación de que la poesía se equivoca al pretender ser ética, ¿no va precisamente en contra de las operaciones en pos de una inmanencia cultural que mencionamos al principio? ¿No es dejar la poesía para el faso después de comer, separada de las instituciones y la vida política? Pero, si no tiene sentido la poesía ética, ¿a qué apunta al decir que necesitamos poetas malos? La tensión entre poesía prescindible e imprescindible permanece al interior de su obra poética.

En un polo de dicha tensión, la poesía vale porque opera con más libertad que las demás formas. Divorciada de la trama, de las discusiones políticas y (parcialmente) de las exigencias del mercado editorial, la poesía carece prácticamente de intereses externos. Su recomendación a Portantiero, que empezó escribiendo para el PC y de ahí en adelante siempre escribió para alguien, tiene valor en sí misma: “Portantiero, escribí alguna vez un soneto, así alguna vez podés morirte y que la humanidad sepa que escribiste algo… gratis. Un soneto”. Ese soneto prescindible para todos sirve para pensar con un poco más de aire.

En el otro extremo, con la literatura fútil e imprescindible, están los poemas donde Fogwill se vuelve mejor. Porque recordemos que su incorporación y ordenamiento de la realidad dependían de intoxicarse con ella, de contaminarse. Y con ese punto de partida es imposible que la poesía se exhale siempre como algo puro. Es decir: a veces Fogwill se juzga a sí mismo un mal poeta. A veces mezcla su música pura con lo banal del mundo y lo señala, lo desmembra, lo somete a su método cognoscitivo.

Finos finísimos

El antes de los monstruito es un poema dramático en que dos sindicalistas-poetas arrebatan a Fogwill la voz cantante. Es, a mi entender, el punto más alto de la poesía de Fogwill, en que elude la pureza que atribuye a la buena poesía. Intercala tres tipos de estrofa:

1) Las típicas de sus poemas anteriores:

Las alas trazan la ve de una verdad velada.

Las alas trazan la ve de la victoria ajena

en nuestro cielo atribuido

 

2) Diálogos cercanos a los que caracterizan sus novelas:

¡Qué grande, Menem! ¡Genio total el hijo de mil puta! ¿Decís de fusilarlo de colgarlo?

No, nada; mejor tenerlo atado, secuestrarle toda la guita, no dejar que nadie más lo vea ni que le graben entrevistas ni que le saquen más fotos. ¡Así se lo hace sufrir más!

Genio, Menem… ¿Viste el mostro Gorompo? ¡Sigue menemista todavía!

Pobre mostro. El mate no le da para otra cosa. ¿Habrá fanado bien?

 

y 3) Falsos poemas intercalados que revelan la concepción que tienen los personajes de la situación actual:

ayer le di unas monedas monedas

a los linyeras a los linyeras

[…]

ahora estoy arrepentido

que se mueran que se mueran

que se mueran los linyeras

que se mueran por borrachos por mangueros

que se vayan al cielo con dios

o que el diablo los lleve bien lejos

a la puta que los parió

 

Al entrecruzar estas tres formas, el texto vale como poema de largo aliento y como análisis político. El método que, en sus poemas tempranos, se aplicaba a términos más o menos abstractos, aquí recorre los vaivenes de quiénes triunfaron y quiénes ganaron en la Argentina reciente. Qué pasó con el sindicalismo de los noventa, cuyos militantes “Eran los mismos, los monstruitos/ eran los mismos, pero más convertidos”. Las obsesiones fogwillianas dejan lugar al imaginario histórico y sindical.

Los diálogos proveen un material más concreto que vitaliza el texto y lo hace avanzar como de a saltos. Así, se despeja la nube densa del puro método y Fogwill puede dedicar a sus personajes a hablar de Menem, de literatura, de historias viejas. Queda de lado la meticulosidad con que en los poemas anteriores los temas se agotaban hasta la última variación posible. En El antes…, Fogwill sigue el ritmo de una discusión de borrachos y no el de su propia conciencia alucinada.

Los poemas insertos son recitados por uno u otro de los personajes, configurando un sentido de aristocracia obrera que consume poesía al modo en que lo dispone el mercado. Exacerbada la política cultural post-dictatorial que Fogwill tanto denunció, la poesía pasa a ser una mercancía administrada para el recreo de los sábados, para que los negros tengan sus sentimientos inútiles. En su exageración más extrema, está la oda a Menem que prefigura el spot de “Menem lo hizo”.

Esos elementos conforman un cuadro en que la herencia del Proceso se consolidó, distribuyendo ganadores y perdedores de forma definitiva. Es así como la organización desaparece y quedan sólo los cantitos de aquella otra época, en la que “las cosas se iban haciendo solas con el tiempo, que iban apareciendo con el tiempo, de a poco, a medida que entre todos nos poníamos a joder, o a chupar juntos o a cantar, o a hacer cosas en serio, en el mundo, en serio”.

 

Qué hago con la colilla

La pregunta sobre por qué leer a Fogwill hoy tiene una respuesta específica cuando nos referimos a su poesía. En principio, porque al no contar con la calidad del resto de su obra, las razones no pueden corresponderse con el mero placer o con el aprendizaje de procedimientos formales.

En primer lugar, el trabajo poético de Fogwill enseña que la producción no puede agotarse en el sistema. Las fuerzas creativas libradas a su suerte, o a la guía de la mera profusión metódica, no tienen valor en sí mismo. Los aciertos van siempre dirigidos a un afuera incontrolable pero cercano, por el cual uno merodea intentando apropiárselo. En esos casos, se fracasa al modo propio. Cuando se permanece en la pulcritud de la música yoica, nos convertimos en el ingenuo que espera ganarlo todo. Leer su obra es la evidencia de que expulsarse a sí mismo hacia afuera es un valor en poesía. 

Por otro lado, en los poemas de Fogwill accedemos al aprendizaje de su método. Se ven desnudos sus engranajes, su forma independiente del contenido. Se percibe el escrutinio minucioso al que debe someterse la realidad a la hora de escribir. En el mejor de los casos, aprender de Fogwill implica hacerse cargo del punto mínimo al que deben descomponerse los fenómenos para comprender su íntima ligadura con el resto de la maquinaria social.

 



[1] “En una época inventé un eslogan, que entonces era falso y ha acabado siendo realidad, que decía: ‘Si no se me ocurre un poema, me consuelo narrando, pero en realidad narro para ver si llega el poema’. Prefiero sentarme a escribir un poema. La música alucinada del poema, aunque luego no funcione, me ayuda a escribir. Tengo esa música. Sin embargo, la música de la novela es muy difícil y acaba convirtiéndose en una obediencia a una trama, y yo detesto esa obediencia. Prefiero la música matemática de una octava real a la obediencia absurda de una trama”. (http://www.elortiba.org/old/fogw.html)

[2] Saer publicó un solo libro de poemas, El arte de narrar (1977), que recopila poemas escritos entre 1960 y 1987.

[3] Si bien Lamborghini no escribió ensayos, es interesante ver cómo Fogwill siempre se remite a sus intervenciones en la revista Literal a la hora de pensar su programa poético. Ahora se suman, gracias a la edición de Seré breve, sus geniales entrevistas.

[4] Podría pensarse desde esta perspectiva la efectividad de Los pichiciegos como un resultado de su escritura desaforada, sin lugar para el agotamiento.

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