Vajilla y democracia

Recientemente descubrí un nuevo gusto que apenas puedo moderar: la vajilla. Me pasó en un museo donde, además de obras, había piezas decorativas de principios del siglo XX; más específicamente hechas en Viena. Decir que ese período fue una explosión en casi todos los aspectos creativos es una obviedad: desde la música y la pintura hasta la Wiener Werkstätte, es una época que cualquiera habría querido al menos presenciar por un rato. En la sala de arte decorativo había muebles de madera oscura curvada, relojes de cobre brillante con sus mecanismos a la vista, polveras con joyas engarzadas. Pero lo más importante es que había vajilla: copas, vasos, cubiertos, saleros y básicamente todo lo que uno tiene día a día en su mesa. 

Más allá de la supuesta belleza que puede tener una copa extravagante en sus colores y formas, hay algo que emociona de la propuesta en sí misma. Si uno recorre el salón reponiendo la música nocturna e inquietante que componía Schönberg en esos mismos años, en esa misma ciudad, no es difícil imaginarse la atmósfera del mundo por el que se estaba apostando. Fuera este un mundo por venir, extraño o lujoso, en el fondo lo que se proponía era un mundo democrático. Es famosa la reflexión de Adorno sobre Schönberg, según la cual su música aboga por un mundo sin jerarquías. La variación obligada en las piezas de doce notas evita la formación de un centro tonal. Esta vajilla, sin tener un correlato tan transparente entre el procedimiento formal de su hechura y la interpretación teórica que le corresponde, parece provenir de un mundo que nos pertenece a todos. 



Esta última afirmación puede parecer tilinga e infundada, pero tengo algunas razones para sostenerla. En primer lugar, las piezas no son esencialmente lujosas: puede haber excepcionales joyas de materiales preciosos, pero por lo general su factura no implica costos altos: hay copas de vidrio, cubiertos de acero, sillas de madera. Los diseños son extraños y rompen con la serialización obligatoria de una sociedad de masas. Son, si no bellos, arriesgados en su delicadeza. Van más allá de ser funcionales, e inclusive llegan a resignar practicidad en pos del efecto estético. Uno podría preguntarse qué tiene esto de democrático. 

En los últimos años, precarización de la clase trabajadora y acumulación de capital mediante, se estableció un estándar de fabricación cada vez más pobre y de rápida caducidad para prácticamente todo. Las viviendas son cada vez más chicas, peor hechas, más baratas. Esto aplica a cualquier otro objeto. Y ese proceso tiene no sólo un efecto en la existencia material, sino también en el acostumbramiento del gusto. Esto se agrava en Argentina, obviamente, por ser un país pobre. Lo que es más llamativo es que no sólo afecta a las familias trabajadoras, sino a la sociedad toda: el gusto se enferma sin exclusiones. ¿No son espantosos los nuevos edificios que se construyen en los barrios de moda? Más allá de lo caros que son, ¿no hay algo inherentemente desagradable en los nuevos restaurantes?

Yo creo todavía en un valor que mi generación perdió, y es el de la distinción. No porque la igualdad no sea parte de la democracia, sino porque esta última es una entidad compleja, inacabable, aporética y a realizar. En toda esa trama de promesas que la democracia tiene que cumplir, no está sólo la igualdad material, sino la de una vida que merezca ser vivida. Y esto no puede darse sin el componente individual, personalísimo, del desarrollo de una vida interior. El consumo generalizado de "contenido", y la pobreza de este mismo, atentan contra una de las más valiosas conquistas históricas de la burguesía: la democratización del gusto. Entre las muchas cosas estimulantes que uno puede encontrarse en la filosofía de Kant, una es esa. El juicio estético es universal y libre, no hay clase ni casta que pueda reclamarlo ya para sí. 



La vajilla llamada "de diseño", en principio, pero cualquier vajilla por la que uno se sienta atraído y disfrute de tener en la mano, juega a favor de esa tendencia democrática. No sólo por ser dentro de todo accesible, sino por desenganchar en su existencia misma la idea de distinción de la de riqueza. Todos tenemos vasos, platos, etcétera. Y si bien no está dada la obligación de ejercer un juicio al elegirlos -uno siempre puede agarrar los más baratos- sí está dada esa posibilidad. Y es algo que uno tiene que tocar, manipular, limpiar y exponer a que se rompa, con lo cual se trata de objetos, desde el vamos, desacralizados. Como decía Pound, no hay que tener una pizca de solemnidad para pararse enfrente de una obra de arte y apreciarla. El arte está hecha para la humanidad toda, y por suerte todavía está disponible (como la vajilla).



En una época de empobrecimiento material y espiritual, hay incontables razones para estar triste. Pero eso no puede ser suficiente, y si hay algo que no se puede resignar es la propia capacidad de juzgar estéticamente, de elegir, de aspirar a otra cosa. La vajilla, como todo objeto estético, propone un mundo que no es el nuestro pero que tenemos permitido construir. 





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