Cuando escuché que Paul Thomas Anderson iba a hacer otra película basada en un libro de Thomas Pynchon, me entusiasmé. Ya Inherent Vice, la película anterior, adaptaba una novela que no había leído, pero todo había funcionado perfecto: el clima pynchoniano estaba ahí, con sus pasillos liminares y puertas-trampa, con sus nombres perfectos y desopilantes, con sus acciones siempre-un-poquito-fuera-de-tiempo. No decepcionó. Anderson puede no tomar del novelista la trama, la época o los hechos exactos, en verdad no lo sé, pero sí se apropia de algo esencial: el funcionamiento mecánico de su mundo.
Por eso cuando aparecieron distintos textos acerca de la película, como el de Tamara Tenembaum o el de Antonio Gómez, me pareció que estaban queriendo interrogarla de una forma que no encajaba. Como si la dupla Anderson-Pynchon estuviera planteando en la obra una serie de problemas claros, y la interpretación quisiera leer otros, o en otros términos. Para ponerlo de la forma más sencilla posible: Tenembaum se pregunta si, al confundirse la propia generación de Anderson con la de los revolucionarios de los ‘60 (que aparecen en la novela original), el director quiere reivindicar a su propia generación. La pregunta general del texto es: “¿Anderson se está auto-reivindicando o haciendo un mea culpa?”. En un sentido similar, Gómez termina sopesando qué ve Anderson con mejores ojos, si la violencia vistosa (revolucionarios yanquis del comienzo) o el trabajo de base real (la red de ayuda a migrantes que encabeza el personaje de Benicio del Toro).
En ambas formas de interrogar a la película hay un impulso moral: encontrar el posicionamiento, la tesis de la obra como un enunciado unívoco y contundente. ¿Quién es el bueno? ¿Qué es mejor? ¿Es de boludo pensar en la violencia política hoy? ¿Cómo se es revolucionario? Todo parece tener algunas categorías previas –digamos, las de las discusiones públicas sobre la realidad– sobre las que la obra tendría que obligadamente pronunciarse. Esta idea de que una película, por el momento en que sale o por los temas que toca tiene que cumplir la función de intervenir, es decir, proponernos ideas concretas y aclararnos un poco de qué va el mundo en que vivimos con las categorías de ese mismo mundo. Las similitudes de los hechos de la trama con las noticias actuales, evidentemente fortalecen esa expectativa.
Esto ya pasó con películas anteriores que se volvieron un fenómeno de la crítica. Por ejemplo con la última de Wenders, Perfect Days, se abrió el debate: ¿hay que volver al casette para disfrutar de las pequeñas cosas? ¿Escuchar a Lou Reed es de viejo boludo? ¿Qué tan digna puede ser la vida de alguien que limpia baños públicos?, etcétera. Estos temas pueden ser interesantísimos, pero no siempre le sacan todo el jugo a una obra. En todo caso, si hasta ahí es adonde llega la conversación que suscita, por ahí no sea tan buena o no esté destinada a la crítica (sería de esas películas más para decir “qué linda, cómo me gustan los baños públicos japoneses y las copas de los árboles”. No está mal tampoco). La cuestión es que el mundo que Pynchon pergeñó y sofisticó durante décadas nos da lugar a otra cosa.
Ambos textos, el de Gómez y el de Tenembaum, señalan un hecho: Anderson retrata revolucionarios nacidos en los ‘80, cosa que no existe. Justamente, esa es la primera generación que abandonó masivamente el proyecto revolucionario y la violencia política como recurso. Tenembaum dice, “no tuvieron huevos”, cosa que sí tuvieron las mujeres y disidencias que reclamaron por sus derechos como minorías identitarias. El traslado generacional es leído como confusión, o peor, falseamiento. Algo así como "peinarse para la foto" (que ya sacaron) al retratar a la propia generación (nacida en los ‘80) como portadora de los méritos de la anterior. Esto que podría ser una curiosa decisión, algo así como un falseamiento sugerente, es un movimiento que para lo pynchonesco es completamente usual: enrarecer la historia, crear una agrupación que no existe pero podría haberlo hecho, un principio activo que no dirija todo el curso de la realidad sino que meta la pata en el momento justo y trastoque todo.
Así como en El arcoiris de gravedad están los Schwarzkommando, un grupo de africanos que quieren infiltrarse en el Estado alemán durante la segunda guerra mundial, acá puede haber un grupo de convencidos que quieren liberar migrantes prisioneros a los tiros. Y una comunidad de supremacistas blancos que veneran la Navidad. Y bandas de rock que cantan los acontecimientos de la última media hora, o un pulpo entrenado para performar el secuestro de una damisela.
El mundo de Pynchon no tiene juicios morales sobre la perversión ni sobre ningún estado de lo que hoy constantemente nombramos como “salud mental”. Si enfocamos la situación de la película, no hay ridiculización ni condena sobre ninguno de los personajes. Obviamente, uno se ríe de Sean Penn haciendo de facho. Obviamente, es moralmente peor un supremacista blanco que un defensor de los derechos de los inmigrantes. Pero esas posiciones son sentido común, son agenda de los diarios, no es lo que tiene Pynchon para decir que lo vuelve interesante.
El ejercicio pynchon-andersoniano consiste en enchufar la realidad a 220: pongamos en el mundo un grupo armado a copar un campamento de prisioneros migrantes; pongamos a un grupo de supremacistas blancos; pongamos a una pareja a pelearse al interior del primer grupo, y al que dirige el centro de detención fronterizo a calentarse con la mujer de dicha pareja; que tengan una hija; que la mujer-líder traicione; etcétera. La explotación de los eventos divergentes de una realidad hiperconectada, pero no mediada por las redes sociales (el tema ni siquiera aparece más que para generar un paso en falso en la trama) genera un plano en que los poderes existen, pero todos intervienen más o menos de igual manera en los hechos.
Se suele hablar de paranoia siempre que se menciona a Pynchon. Como un crítico dijo acertadamente, hay una diferencia crucial entre lo que él hace en su ficción y la paranoia como patología: el paranoico cree que hay un sistema total que conspira contra él; en Pynchon, no hay sistema total. Hay una estructura tan sólida como porosa que funciona por inercia, y un mundo de actores que existen de forma residual, pero intervienen con potencias equivalentes. El grupo guerrillero no es sustancialmente más débil que los supremacistas o los milicos. Los skaters se la juegan a la policía. Unos pibes de secundaria se la bancan siendo interrogados por un milico de inteligencia. Es un mundo sin red de contención en el que cualquier paso en falso desestructura los hechos, y en el ámbito de la narración empuja hacia adelante la trama.
One Battle After Another no me parece buena porque nos diga nada nuevo sobre Trump, o sobre el partido demócrata, o sobre montoneros, o sobre las identity politics, o sobre Milei, o sobre la “salud mental” o sobre nada de lo que nos pasa. Tampoco me parece que sea muy valiosa la ficción que te habla directamente y con la que podés identificarte y extraerle una enseñanza. One Battle After Another es una buena película distinta a todas las que vi en el último tiempo porque expone el mundo de una forma nueva, porque no repite las categorías gastadas con que se discute todos los días, porque nos muestra una vez más que la realidad no está cerrada a nuestra chata imaginación.