Novelistas: un aprendizaje filosófico

La cuarentena produjo actividades insólitas para las largas horas de soledad y encierro. Una de ellas, en mi caso, fue pensar planes posibles para la carrera de Filosofía (una joda bárbara, sí) ¿Qué debería saber un filósofo hoy? ¿Qué experiencias son absolutamente necesarias para tan extravagantes profesionales? Más allá de la inexistencia del siglo XIX en el diseño real de nuestro recorrido académico (la Historia de la Filosofía Moderna termina con Kant en 1787, y la Filosofía Contemporánea empieza con Husserl en 1900), lo que más problemas me trae es que tengamos que estudiar “Pensamiento argentino y latinoamericano”. Tenemos filosofías de todas las clases, casi cualquier objeto de estudio se merece una: la mente, el lenguaje, la Historia, incluso los animales. Menos nosotros, que tenemos liso y llano: pensamiento.


Inicialmente, logro apoyo casi unánime de los que estén prestando atención a mis divagues: “sí, claro, claro, Filosofía argentina debería llamarse”. Rápidamente nace la discordia: conocemos quizás cuatro filósofos argentinos, más o menos. Y uno es Mario Bunge. A ninguno de ellos querríamos estudiarlo con demasiada profundidad, y de ninguna manera ameritaría la existencia de una asignatura universitaria. Todo bien con Rozitchner, pero dedicarle más de un módulo ya parece excesivo.

Si bien pareciera ser meramente burocrático, este problema es la expresión oficial de algo que nos acecha hace largos años. ¿Por qué no existe la Filosofía argentina? Y si existe, ¿Dónde está? Honestamente, no creo que los que bautizaron la materia estén equivocados. Es cierto que la Filosofía no se ha producido en Argentina, o que se esconde demasiado bien. Sin estar seguro de cuál es la causa y cuál el efecto, supondría que el enredo está ligado a la falta de una tradición. Si no estamos listos para ser unos nuevos griegos, si no podemos empezar a filosofar porque sí, empecemos por darnos precursores, aunque sean extravagantes y ligeramente arbitrarios.

Justificación de la materia

Fieles a las costumbres nacionales, con las que sí contamos, podríamos disponernos a pedir préstamos descarados. No financieros, que rápidamente reventaríamos en bagatelas, sino “interdisciplinarios”, como suele decirse. Buscar lo propio de nuestra filosofía en otra parte parecería una idea especialmente mala, pero tenemos nuestras razones.

En principio, una tradición debería servirnos esencialmente para dos cosas: rechazar escandalosamente sus problemas y robar descaradamente sus procedimientos. Los problemas, porque el paso del tiempo los vuelve vetustos, los deforma; es siempre un momento sano aquel en que irrumpe la novedad diciendo “esos problemas no me interesan, son una pérdida de tiempo”. Los procedimientos o herramientas, porque permiten entrenarse en una técnica precisa, perfeccionada por el mismo tiempo que arruinó los problemas. Así como en la antigua China nadie podía considerarse un verdadero pintor sin saber reproducir con precisión las figuras clásicas de flores o pájaros, no se formarán filósofos sin una técnica sobre la que insistir.

En principio, una tradición debería servirnos esencialmente para dos cosas: rechazar escandalosamente sus problemas y robar descaradamente sus procedimientos.

Novelistas: un aprendizaje filosófico

Ambos aspectos se encuentran nítidamente en un pequeño y destartalado grupo de escritores, si así puede llamarse, que produjo sus obras a partir de la década del ochenta. Veamos si, observándolos, podemos extraer unos primeros gestos para un aprendizaje filosófico.

Ir a la guerra, hacer ontología

Alberto Laiseca cuenta numerosas veces que solía tener mucho miedo siendo joven. Para sacárselo, mandó una carta al presidente Johnson postulándose como voluntario para la guerra de Vietnam, a la que por suerte no le dieron bola. Volvería muerto o temerario, pero más probablemente muerto. Dijo estar en deuda con su juventud hasta poder dedicarle una novela a esa guerra; así lo hizo, y fue lo último que escribió. También dedicó cientos de páginas, en la novela Los sorias, al conflicto bélico entre Tecnocracia, Soria y la Unión Soviética. En éste participaban a su vez naciones menores como Chanchín del Norte, frecuente blanco de práctica para el flamante armamento tecnócrata. La guerra, en Laiseca, es salvaje y cruel. No se trata de nada simpático, si bien el autor no es el más dado a la solemnidad. Enfrentarse a la guerra, sea presencial o literariamente, es enfrentarse al problema mayor sin ensayar evasiones. El copioso estudio de Laiseca sobre temas de estrategia militar, de Ludendorff a Clausewitz, responde a la imposibilidad de saltearse un tema tan esencial como terrible a la existencia humana antes que a un perfeccionismo narrativo.

Primer aprendizaje: hay un tema que es ineludible y que requiere dedicación; la humanidad implica la guerra. Y hoy en día, cualquier paracaidista sabe que la guerra es en realidad la política por otros medios (¿O era al revés?). Por otra parte, la política se trata del orden a partir del caos, y eso reclama una ontología. Un caos tal como el de las guerras laisequianas, plagados de rayos láser, manijazos y espionaje, depende de una realidad igualmente compleja. En algún lado, Laiseca se burla de los que creen en el big bang, engaño de quienes quieren hacernos creer que en el comienzo está siempre la unidad.

Ética y desenfado

Toda buena filosofía, por más práctica que parezca, se encarna en un esquema metafísico. Ese segundo aprendizaje también es caro a Laiseca, que repite insistentemente que en el cielo no hay kioscos. “Así que no se puede comprar cigarrillos ni cerveza. ¡Es una cagada! Mejor que aprovechemos ahora”. Escritores como él saben que el orden mismo del mundo debe justificar su trabajo, que no están escribiendo para nada y que no deben angustiarse.1Esta máxima fue común a muchos que pretendieron hacer algo bien, y es tan valiosa que podría anexarse a algún que otro libro de sabiduría antigua: Ezra Pound rechazaba totalmente la solemnidad a la hora de contemplar una obra de arte; Michel Foucault asegura que no se debe estar triste para enfrentarse a los monstruos más temibles, tarea que, suponemos, ejercía en la clandestinidad. Bien nos vendría a los que ejerzamos alguna vez la Filosofía, saber que las tareas son inmensas, pero deben abordarse con la máxima ligereza posible. Así puede uno entregarse a escribir un libro de 1400 páginas sobre los temas que considera importantes y tardar lo que haga falta, prepararse lo que haga falta. Cierto desenfado es una forma de fidelidad al propio trabajo.

Por una senda parecida se mueve Fogwill, que pareciera estar siempre invitando a los demás a dedicarse a otra cosa. Para esto suele haber dos razones posibles: o dejar de perder el tiempo en algo que verdaderamente está saliendo mal (“el eximio pensador mediterráneo Delich, que ahora es presidente de una AFJP y no entiendo por qué no se dedicó a eso desde el comienzo”), o no perder el tiempo con todas las pavadas que requiere la vida del intelectual y dedicarse de lleno a pensar y escribir. Con el tiempo que uno gasta en intentar vivir de la cultura, dice Fogwill, uno puede tener un corretaje de pañales Pamper y ganar lo mismo o más (y generar un bien a los niños, que no se paspan). Pero mucho más importante, uno sale sin el ruido mental de haber leído los artículos necesarios y autores de moda para pertenecer a tal o cual lugar, de haber escrito para comer y no para pensar. “Ahora, además si encima, cuando vas a elegir un adjetivo en vez de pensar en cómo lo hubiera hecho Borges, pensás «¿Qué van a decir estos pelotudos?», ya ahí quedás paralizado.” Otro aprendizaje: la concentración y la fidelidad en el trabajo filosófico no desembocan siempre en la parafernalia del reconocimiento. Más bien, suelen pedir sus propios reparos, sus monasterios (que, aparentemente, pueden venir en forma de pañalera).

Elegir al enemigo

C.E. Feiling reclama para el discurso filosófico la exclusividad de la ridiculez: “esta frase de Schopenhauer es lo suficientemente ridícula como para ser llamada Filosofía”. Es difícil oponerse, a medida que se presentan en nuestra memoria un Foucault anunciando la muerte del Hombre, un Platón dividiendo el mundo en dos y dejando para nosotros la parte más berreta (siempre quise ver esa fulgurante Idea de Jirafa, eterna y eminentemente jiráfica). O Hegel, en cualquiera de sus manifestaciones. Lo ridículo es, sin dudas, inherente a la Filosofía, y sin embargo no empaña la profunda verdad de sus expresiones.

Así, ridículos y verdaderos, son los enemigos que pueblan el mundo de Laiseca, al que volvemos una vez más. Los sorias, a menudo disfrazados de compañeros de pensión, intentan darle consejos constantemente. No lo dejan escribir, le recomiendan que deje esas boludeces y se ponga a hacer guita. Le ofrecen préstamos a Personaje Iseka (protagonista de la novela), quieren que deje el vino y empiece a tomar riquísimo yogur. Se esconden en las cañerías, siempre acechando para salir y humillarlo. También llamados chichis por su mala intención, son aquellos que quieren arrastrarlo a una vida mediocre, que lo molestan distrayéndolo de su trabajo.

No sólo hay personajes enemigos, sino también filosofías enemigas. Son quizás las más peligrosas, impulsadas por las fuerzas del Anti-Ser: “Genios como Beckett o Saer eran muy nihilistas.”, dice Laiseca. Y el problema es que caer en el nihilismo es no agregar nada al universo, directamente rendirse. “Hasta el enemigo espera de vos el combate; si no se sentiría muy frustrado”. De allí, el escritor deduce cuál es su principal aporte: no ser nihilista, aunque todo te invite a serlo.

Lo ridículo es, sin dudas, inherente a la Filosofía, y sin embargo no empaña la profunda verdad de sus expresiones.

Novelistas: un aprendizaje filosófico

El proceso de selección de enemigos implica necesariamente recortes, exclusiones. Fogwill, mientras critica a Rubén Darío, nota el desconcierto de la entrevistadora: “¿Preferirías que hable de Foucault o de Gramsci? Bueno. Cumplo: me cago en Gramsci y en Foucault, y esto por razones filosóficas que sospeché desde la primera lectura. Ahora hablo de Rubén”. A su vez, “Deleuze, Derrida, o alguno de esos tipos” parecieran formar parte del ruido que Fogwill tanto desprecia. Cuando le preguntan cómo contestarle a Jorge Castañeda, dice: “¿Sabés cómo? Decís esto: loco, a mí no me tocan. Ni te leí, boludo. Ni te compré el libro. ¿Sabés lo que hago? Cada vez que me nombran la palabra Castañeda, estiro la mano a mi biblioteca y saco mi San Agustín. O mi Estética de Hegel.”

No se trata, obviamente, de mero desprecio. Una filosofía siempre irrumpe con un grito contra otra filosofía; impone así una distribución del campo de batalla. Es por eso que la demarcación del terreno, el señalamiento preciso, la preparación de las armas contra enemigos nuestros, y no otros, son condiciones iniciales para lo que estamos haciendo.

“Genios como Beckett o Saer eran muy nihilistas.”

Alberto Laiseca

Examen final

Debería ser innecesario decir que la Filosofía argentina, esa entidad que hoy no pasa de asignatura imaginaria, incluye nuestra propia producción, actual y futura. Creo que debemos aprender ello de todo lo que esté a nuestro alcance. Escritores, artistas, filósofos olvidados. Cada máquina que esté trabajando, cada acción que fuerce al pensamiento. La Filosofía sigue siendo tierra de nadie.

Osvaldo Lamborghini, ese otro gran creador, artífice que usó desde la gauchesca hasta el psicoanálisis para hacer su literatura, decía: “un escritor nunca habla de pavadas. Una de las tareas más difíciles de llevar a cabo, es sacar al artista del lugar de boludo en que se lo ha colocado”. Hoy en día, cuando ese lugar es tan ampliamente disputado por toda la sociedad, las cátedras imaginarias deberían hacer un mínimo esfuerzo por ver si pueden salvar algún que otro personaje. Las reales, en cambio, pueden hacer mucho más.


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